Era una calurosa noche del verano del noventa y dos, y ahí estaba él, Antonio Rebollo, concentrando millones de miradas procedentes de todos y cada uno de los países implicados y con la cuerda de su arco tensada en el punto justo mientras una gota de sudor le caía por la frente. La flecha de fuego tardó apenas un par de segundos en cruzar el cielo de Barcelona e impactar con la cortina invisible de gas del pebetero olímpico. El lanzamiento había sido un éxito; quedaban inaugurados los que todavía son considerados los mejores juegos olímpicos de la historia. Y un hecho destacable entre tanto a destacar fue que allí se dio cita el mejor equipo de baloncesto de todos los tiempos, el norteamericano. En ese equipo, el “Dream Team” (el equipo de ensueño), jugaban, entre otros, Michael Jordan, Larry Bird o Karl Malone. Pero el jugador que acaparó el mayor número de miradas no fue otro que Magic Johnson. Y no fue su baloncesto el que lo colocó en el centro de todos los flases. Magic Jonhson había anunciado unos meses antes que era portador del virus del SIDA.
Hasta hacía bien poco, el SIDA había sido considerada como una enfermedad que sólo afectaba a homosexuales y drogadictos, pero anuncios como los de Magic Jonhson o Arthur Ashe (tenista estadounidense) hizo que la conciencia pública tomara consideración de que podía estar más cerca de lo que nunca había sospechado. Hoy en día, el SIDA, que empezó siendo un síndrome raro que afectaba a clases minoritarias, se ha convertido en una enfermedad que, según datos de la OMS –Organización Mundial de la Salud-, afecta a más de cuarenta millones de personas.
El SIDA, como tal, se conoce desde 1.981. Apenas tres años después, dos científicos, el americano Robert Gallo y el francés Luc Montagnier, aislaron de forma independiente el virus que causaba la enfermedad, el VIH. La rapidez con la que se había trabajado y los avances conseguidos en un tiempo tan breve constituyeron un hecho sin precedentes en el mundo de la investigación. Todo hacía pensar que el fin de la enfermedad estaba a la vuelta de la esquina. Pero una década después, el propio Luc Montagnier afirmaría que la vacuna contra el virus del SIDA andaba “por un callejón sin salida”. ¿Qué pasaba? ¿Cuál era el problema? ¿Por qué, a pesar de conocer perfectamente el genoma del virus y su modo de acción, no era posible luchar contra él?
La respuesta la encontramos en las características propias del virus. El VIH infecta a las células humanas (linfocitos T, principalmente, aunque también es capaz de infectar a los macrófagos, a las células dendríticas o a las células de Langerhans) gracias a que reconoce una proteína de membrana de estas células llamada CD4, a la que se une a través de una proteína suya denominada gp120. A continuación, el ARN del virus (el VIH pertenece a una clase de virus denominada retrovirus, que se caracteriza por tener ARN en lugar de ADN) pasa al interior de la célula huésped, donde una proteína llamada transcriptasa inversa da lugar al ADN complementario que se integrará en el genoma de esta célula. Así, será el propio mecanismo de replicación (multiplicación del ADN) de la célula infectada el que se encargará de dar lugar a nuevos virus.
Una de las principales formas de defensa con las que el hombre cuenta desde hace más de doscientos años para luchar contra las infecciones son las vacunas, que estimulan el sistema inmunitario humano. Para ello, se introducen en el organismo virus atenuados (con su capacidad infecciosa mermada) o proteínas concretas contra las que éste “aprenderá” a defenderse. El problema en el caso del SIDA es que la transcriptasa inversa del VIH, esa proteína del virus que es capaz de dar lugar al ADN complementario a partir de una molécula de ARN, comete un gran número de errores a la hora de generar dicho ADN complementario. Este hecho diferencia al virus del SIDA respecto a otros virus como el de la polio o el sarampión, que presentan una mucho mayor estabilidad a la hora de generar nuevos virus. Lo que a priori debería ser un hándicap para el virus, acaba convirtiéndose en su principal ventaja. Y esto es así ya que esta “incapacidad” de la proteína hace que el organismo no pueda reconocer a todos los productos a la que ésta es capaz de dar lugar, no pudiendo defenderse del virus.
Así, el SIDA, a pesar de haberse convertido en una enfermedad crónica con la que los enfermos acaban aprendiendo a convivir y haberse rebajado el nivel de alarma, no parece tener un final próximo, al menos no gracias a una vacuna.
lunes, 10 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario