Desde que el hombre comenzó a
tener conciencia del día y la noche, y entendió que ambos fenómenos estaban
estrechamente relacionados con el movimiento de dos cuerpos que estaban fuera
de la tierra, el Sol y la Luna, su interés por el Universo –las leyes que lo
rigen, los elementos que lo forman, cómo se estructura, sus límites o su
origen– no ha hecho sino crecer. En cierto modo, podemos afirmar que esta
inquietud supone el nacimiento de una ciencia primitiva, estrechamente ligada a
la filosofía. De hecho, fueron Platón, un discípulo suyo (Eudoxio de Chidos) y
Aristóteles los primeros que establecieron, hace unos 2400 años, un modelo que
intentaba explicar el orden que seguían los distintos cuerpos celestes que alcanzaban
a ver. Por entonces sólo sabían de la existencia de Mercurio, Venus, Marte,
Júpiter y Saturno, además del Sol y la Luna, y una bóveda inmutable de
estrellas.
Aquellos primeros modelos eran
muy sencillos y siempre colocaban a nuestro planeta en el centro de su limitado
universo, pero sirvieron para plantar la semilla que terminaría por convertirse
en una de las disciplinas científicas que a más investigadores ha ocupado y que
más teorías ha elaborado: la astronomía. Tuvieron que pasar casi 2000 años desde
aquellos primeros modelos hasta que un monje polaco llamado Nicolás Copérnico
estableciera un sistema cosmológico con el Sol ocupando la posición central.
Esta teoría, aunque más acorde con la realidad que la anterior, propuesta por
el modelo geocéntrico, tardó un tiempo en establecerse debido al revuelo que
produjo y la enérgica respuesta en contra que obtuvo de las autoridades
religiosas y civiles de la época. Y tanto fue así que algunos de sus
defensores, como Galileo, fueron encarcelados y obligados a negarla, y otros,
como Giordano Bruno, fueron quemados en la hoguera por herejes.
Pero la mecha ya estaba
encendida y fue sólo cuestión de tiempo hasta que Kepler mejorara aquella
primera teoría de Copérnico y estableciera una serie de leyes que tienen vigencia
incluso hoy. El modelo terminó por asentarse y la siguiente cuestión era definir
el motivo por el que los astros se movían tal y como lo hacían. Es decir, había
que determinar qué fuerza era la que motivaba la trayectoria de los cuerpos
celestes. Y fue Newton quien, a finales del Siglo XVII, presentó la Ley de
Gravitación Universal, que venía a decir que dos cuerpos con masa determinada se
veían atraídos el uno por el otro y que esa atracción era mayor cuanto más
cerca estuvieran dichos cuerpos.
Isaac Newton es considerado uno
de los científicos más sobresalientes en la historia del hombre. Estableció
leyes matemáticas, propuso modelos físicos acertados con validez actual,
descubrió el espectro de la luz visible, fue un pionero en el estudio de fluidos,
construyó uno de los primeros telescopios y formuló las leyes de la dinámica
que llevan su nombre. Un hombre genial que dio respuesta a cuantos problemas de
índole físico y matemático fue capaz de observar. Sin embargo, hay sistemas en
los que las leyes propuestas por el científico inglés dejan de tener validez.
Esto es así, por ejemplo, en partículas tan pequeñas que ni siquiera pueden
observarse con un microscopio convencional, en cuerpos de masa enorme o en aquellos
que viajan a velocidades cercanas a las de la luz. Para salvar la primera de
estas excepciones nació la física cuántica, mientras que para sortear las otras
dos fue formulada la Teoría de la Relatividad General, hace ahora cien años,
por otro genio como fue Albert Einstein.
Uno de los conceptos más
novedosos que introduce esta nueva teoría es el conocido como curvatura del
espacio-tiempo. Para entender a qué se refiere esta nueva idea, podemos pensar
que para las teorías de Newton el espacio podía representarse como un trozo de
tela extendido tensamente y sujetado por sus equinas por dos personas. Si sobre
ese trozo de tela dispusiéramos varios granos de sal repartidos a lo largo de
toda su superficie, la tensión de la tela no se vería alterada, pero si de
repente soltáramos sobre ella una bola de hierro de un par de kilos de peso, la
tela se hundiría, se produciría una curvatura de la misma en los puntos
próximos a donde la hemos dejado caer y los granos de sal más próximos se
verían “atraídos” hacia ese punto. Para la Teoría de la Relatividad, esa
atracción habría sido producida por el campo gravitatorio del elemento más
pesado y la entidad física responsable de que este campo gravitatorio se
transmita son las ondas gravitacionales.
El problema es que estas ondas
gravitacionales son extremadamente débiles y por ese motivo, aunque Einstein
había previsto su existencia, no habían sido detectadas hasta ahora. Pero hace
unos años un grupo de científicos pensó que con la tecnología que contaban era
posible que estuvieran preparados para llevar a cabo la “caza” de las ondas
gravitacionales. Y fue así como nació un consorcio internacional llamado LIGO
–formado por unos mil científicos de quince países del mundo– que ha
desarrollado a lo largo de los últimos veinte años una estructura tecnológica llamada
interferómetro, responsable de la famosa detección que se ha hecho pública
recientemente.
En palabras de Alicia Sintes –la
investigadora que dirige el grupo español perteneciente a LIGO–, “empieza una
nueva era en la astronomía”. Podríamos decir que hasta el momento sólo éramos
capaces de recibir información del universo por lo que veíamos de él, y que
ahora, gracias a las ondas gravitacionales, hemos descubierto un nuevo sentido
que nos va a permitir conocerlo mucho mejor.
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