miércoles, 12 de junio de 2019

VIRUS

Durante la Segunda Guerra Mundial, en el Frente del Pacífico Sur, el militar más condecorado de la historia en los Estados Unidos, el general McArthur, se encontró un enemigo con el que no contaba: los mosquitos. El militar se quejaba amargamente de que por cada hombre que tenía en disposición de enfrentarse con un japonés, otro estaba convaleciente a causa de una enfermedad transmitida por el insecto. Y es que los mosquitos actúan como vectores de determinadas enfermedades provocadas por parásitos protozoos, como la malaria, o por virus, como la fiebre amarilla, el Dengue o el Zica. Por este motivo, en numerosas ocasiones escuchamos esa afirmación tan poco precisa de que el mosquito es el animal más mortífero del mundo.

Pero, estrictamente hablando, los verdaderos responsables de esas muertes no son los mosquitos, sino los microorganismos de los que son vectores. Y un tipo de éstos, como ya hemos apuntado, son los virus. Estos organismos son los responsables, cada año, de la muerte de más de tres millones de personas. Y en el pasado fue mucho peor. Sólo el virus de la viruela pudo acabar, en el siglo XX, con la vida de más de 300 millones de personas.

Los virus no son organismos vivos. Son, sencillamente, agentes infecciosos. Y no lo son porque carecen de estructura celular, porque no son capaces de autoreplicarse a sí mismos para dar lugar a nuevos virus, y porque no tiene la capacidad de relacionarse con el medio en el que se encuentran. Pero, entonces, ¿qué son? Pues son apenas unas pocas proteínas organizadas de tal manera que en su interior son capaces de proteger a un ácido nucleico (ADN o ARN), y que se aprovechan de la maquinaria de una célula a la que infectan para dar lugar a nuevos agentes infecciosos.

Los virus son los responsables de algunas de las enfermedades más letales en la historia del hombre. Algunas ya las hemos mencionado, como el Dengue o la viruela, pero también el SIDA, la rabia, la gripe, el sarampión o la rubeola son enfermedades ocasionadas por virus. Por suerte, para muchas de ellas disponemos de vacunas altamente efectivas. Es el caso de las paperas, rubeola o sarampión. Pero no podemos bajar la guardia.

Los virus no fueron detectados hasta finales del siglo XIX, debido a su tamaño –menor que el de una bacteria–. Desde entonces se han identificado unas cinco mil especies, y se piensa que más del 99% están aún por descubrir. Pero no todo tiene por qué ser negativo. En los virus podría encontrarse una solución a la lucha contra el cáncer, contra las superbacterias o contra centenares de enfermedades que atacan a nuestros cultivos. Habrá que definir de manera adecuada los términos de nuestra relación con ellos. 

sábado, 1 de junio de 2019

PRIONES


En 1958, justo hace ahora 60 años, la NASA puso en órbita el primer satélite artificial americano, el Explorer 1. Pero el hito científico que ha pasado a la historia de ese año fue otro: el nacimiento del Dogma central de la Biología Molecular. Éste fue establecido por el Premio Noble británico Francis Crick, y lo que venía a decir, básicamente, es el que el ADN de todo ser vivo da lugar a las proteínas -que son las verdaderas responsables de todas las acciones que suceden en las células-, generando por el camino un producto intermedio, que es el ARN. Esta relación es unidireccional, y siempre se da en el mismo sentido. El ADN da lugar a ARN, y el ARN, a proteínas.
Pero el dogma, en su calidad de infalible, dejó de serlo pronto. Es decir, al poco tiempo de establecido, se encontraron sistemas biológicos que lo contradecían. Una de estas excepciones la provocan los virus de ARN, como el virus del SIDA -el VIH- o el de la gripe. En estos sistemas existe una proteína que es capaz de producir ADN a partir del ARN. O sea, que es capaz de hacer que el sentido de la información genética contradiga a lo propuesto por el Dogma.
Otro ejemplo de rebeldía lo encontramos en los priones, unas proteínas que hace veinte años provocaron una de las crisis de salud pública y de alimentación más importantes que se recuerdan en la historia reciente de Europa: la crisis de las vacas locas. Los priones no son seres vivos. No tienen una estructura típica celular. No tienen ni ADN ni ARN. No son más que sencillas proteínas. Pero tienen una cualidad que las diferencian de otras proteínas, y es su carácter infeccioso. Los priones son capaces de alterar la estructura de proteínas sanas presentes en el cerebro, convirtiéndolas en elementos sin ninguna utilidad y que dañan al Sistema Nervioso.
Los priones son los responsables de producir una serie de enfermedades conocidas en su conjunto como encefalopatías espongiformes, y que reciben diferentes nombres según el organismo afectado. En humanos, por ejemplo, se llama enfermedad de Creutzfeldt-Jakob; en ovejas, scrapie; y en las vacas, EEB (encefalopatía espongiforme bovina). En cualquier caso, el resultado es siempre el mismo. Un cerebro con aspecto de esponja agujereada o queso gruyere. Las consecuencias suelen ser fatales. Cuando los priones acceden al Sistema Nervioso, la muerte neuronal es prácticamente inevitable. Recientemente una “nueva” enfermedad ha llamado a las puertas de la actualidad. Se trata del Insomnio Familiar Fatal; también provocada por priones. Un nuevo reto para la ciencia. Un nuevo desafío para la investigación.

REVISTAS CIENTÍFICAS


En investigación científica, lo que no se publica no existe. Y lo que no existe no es. La regla es sencilla, y puede concretarse en una frase habitualmente utilizada que resulta tan perversa como cruel: Publish or perish. Publicar o morir. La carrera de un científico la sujetan sus publicaciones, y el propio avance de la Ciencia es conducido por lo que se publica en ella.
Pero no todo vale. No todo puede –o debe– publicarse, y todo lo que se publica es valorado de un modo distinto dependiendo de cuál sea el medio en el que se hace. Del mismo modo que no es lo mismo jugar en el Real Madrid que en el equipo del barrio, no es lo mismo publicar en una revista o en otra. El problema es que no existe un espacio como la Liga de fútbol, en la que las revistas midan su competitividad. Pero eso no quiere decir que no exista un ranking para las revistas científicas. Existe. Y ese ranking viene establecido por un parámetro llamado Factor de Impacto. Sin profundizar en su cálculo, este parámetro nos da información sobre el número medio de citas que reciben los artículos publicados en un intervalo de tiempo determinado, por una revista concreta. Porque más importante aún que publicar es ser leído. Si un investigador publicara a lo largo de su vida un gran número de artículos científicos, pero no consigue que ninguno de sus colegas lo cite, la relevancia de su trabajo habrá sido nula. Por ese motivo, las grandes revistas siempre persiguen publicar a los autores y los artículos que previsiblemente van a tener un mayor número de citas, mientras que los buenos autores persiguen publicar sus mejores artículos en las revistas con mayor Factor de Impacto.
En la actualidad existen miles de revistas en las que los científicos del mundo publican sus más de dos millones de artículos anuales. Pero si preguntáramos a pie de calle, la práctica totalidad de esas revistas serían completamente desconocidas para la mayoría de nuestros vecinos. Creo que sólo habría dos de ellas mayoritariamente conocidas: Science y Nature. Y es que, no en vano, éstas son dos de las revistas de mayor Factor de Impacto, repercusión social y tradición científica que existen. En estas revistas se han publicado la mayoría de los hallazgos más notables de los últimos ciento cincuenta años. Y hasta los rankings de Universidades utilizan como elementos a valorar los artículos publicados en ellas.
En estos días se ha publicado en Nature un artículo cuyo principal trabajo se ha desarrollado en Almería. Se trata del descubrimiento de un planeta que orbita en torno a una estrella que ocupa el lugar central de un sistema estelar relativamente cercano. Independientemente de la repercusión que esto tenga en nuestro día a día, a nadie se le escapa la gran importancia que la Ciencia le concede al descubrimiento. Y eso es bueno. Porque la Ciencia también crece en este Sur. También hay Ciencia en la Ciudad Celeste.

EL OLVIDADO MENDEL


A la edad de 27 años, el sacerdote Gregorio Mendel intentó acceder al cuerpo de profesores de la Universidad de Viena, pero suspendió el examen que lo habilitaba para ello. En ese momento, pudo haber decidido abandonar el camino de la enseñanza para dedicarse por entero a los menesteres reservados a los frailes agustinos, pero en lugar de eso decidió no arrojar la toalla. En vez de elegir el camino más cómodo, prefirió matricularse en la Universidad Imperial de Viena para estudiar Física, Química, Botánica y Matemáticas. No tardó mucho en destacar, y apenas dos años después era él mismo quien se encontraba dando clases a los demás. Pero no sería este hecho el que le haría pasar a la historia. Lo que inmortalizó al padre agustino Mendel fueron sus ensayos con unos guisantes para elaborar una serie de Leyes Fundamentales sobre la transmisión de la herencia genética.
En realidad, inicialmente Mendel no las llamó así. Él nunca pretendió establecer unas de las reglas más importantes en la historia de la Ciencia. Es más, Mendel llegó a morir sin ser verdaderamente consciente de la importancia de sus descubrimientos. Él lo único que pretendió fue llevar a cabo un pequeño estudio sobre la hibridación de plantas. De hecho, fue así como presentó sus resultados en una reunión que tuvo lugar a principios del año 1865 en la Sociedad de Historia Natural de Brno, y en los que la repercusión de estos experimentos no fue excesivamente notoria.
Tuvieron que pasar más de tres décadas, con Mendel ya fallecido, hasta que otros científicos volvieran a sus ensayos para universalizar sus resultados. Hoy en día sí que somos conscientes de la importancia capital que tienen las tres Leyes de Mendel, y reconocemos a este científico como uno de los más importantes de nuestra historia. Porque la sencillez de sus resultados alumbraron al mundo el nacimiento de una nueva ciencia que estaba gestándose: la Genética. Y es que, en efecto, como otras muchas grandes Leyes de la Ciencia, las de Mendel son sencillas en esencia. Lo que vienen a decir, básicamente, es que, por un lado, la herencia es transmitida desde una generación a la siguiente por elementos discretos, que son los genes; y, por otro lado, que las reglas matemáticas que rige esta herencia son muy claras y simples.
Mendel no fue capaz de predecir el impacto de sus hallazgos. Por suerte, la Ciencia casi siempre acaba otorgando a cada uno el lugar que le corresponde, aunque sea a destiempo.