La
primavera es una estación apacible en Washington D. C. El crudo invierno, con
sus tardes breves y oscuras, su gélido amanecer y la amenaza constante de la
nieve, apenas se queda en un recuerdo al llegar abril. Eso fue lo que pensé al
abrir los ojos y comprobar que los primeros rayos de sol se colaban tímidamente
entre los huecos de la persiana inundando la habitación de una luz discontinua.
Apenas había conseguido pegar ojo. Aquél iba a ser el día más importante de mi existencia
y la emoción me desvelaba desde hacía una semana. Pero aun así, me levanté
radiante y lleno de vida. Sentía que cada paso dado, cada peldaño escalado, me
conducía irremediablemente a ese día.
Yo
había llegado a la ciudad, con el bagaje de una carrera científica consolidada
bajo el brazo, hacía casi dos años. Después de hacer la tesis en el Centro de
Biología Molecular Severo Ochoa, sendas estancias postdoctorales en Nueva York
y Berlín, y doce años como profesor titular en la Universidad Autónoma de Madrid,
sentía que el destino me conducía a donde ahora me hallaba. Y sobre todo lo
pensaba en un día como aquél. Mientras caminaba en dirección al laboratorio
quise acordarme de los que, de una u otra forma, me habían acompañado en el
viaje. De todos aquellos que van dejando cicatrices en la memoria con el peso
de su amistad o la sombra de su presencia viva, pero sobre todo me acordaba de
él. No podía dejar de pensar en el día en el que entró de manera casi furtiva
en el laboratorio, con su aspecto de anciano decrépito, bigote infinito y
ridículo, maneras de actor de serie b y acento rancio con el que alargaba las
consonantes.
–Estoy buscando a Don Severo –dijo
tan lacónico como estridente, haciendo énfasis en la ese del nombre y abriendo
exageradamente los ojos.
Yo
no podía creerme que lo tuviera delante de mí y no fui capaz de decir
absolutamente nada. Enmudecí. Casi podría decir que me transformé en materia
inanimada. Y debió de ser tan evidente que aquel hombre me concedió todo el
tiempo que necesité.
–¿Es usted Dalí? –acerté a decir al
cabo de un tiempo.
–En efecto, jovencito –replicó
mientras daba un leve golpecito en el suelo con la goma del bastón que sujetaba
en su mano arrugada y cubierta de venas muy azules. –¿Sería usted capaz de
decirme dónde está el bueno de Don Severo? –continuó, después.
Yo
le indiqué el camino y lo observé mientras recorría con un caminar pausado y torpe
el pasillo que separaba el laboratorio de Biología Molecular del despacho del
director. Apenas quedaba nadie en el edificio. Quizá yo tampoco hubiera estado
allí si no fuera porque tenía que terminar una electroforesis de ARN. Pero
sabía que Severo Ochoa se encontraba en su despacho. A pesar de su avanzada
edad –ya había cumplido los setenta y cinco años–, seguía siendo el primero en
llegar y el último en irse, y pude comprobar que la luz del despacho asomaba
con modestia por debajo del hueco de la puerta.
Durante
la media hora siguiente fui consciente de su conversación desenfadada que me
llegaba como el rumor en la noche del mar ligeramente rizado. No era capaz de
entender de qué hablaban, pero su tono era cordial. Imaginé que la charla
animada entre aquellos dos septuagenarios se fraguaba en una amistad de años,
confidencias, secretos y reproches inocuos.
Salvador
Dalí y Severo Ochoa se conocieron en la Residencia de Estudiantes de Madrid, un
lugar que se iba a convertir en la institución cultural más importante de la
España republicana y en la que compartieron espacio con personajes de la talla
intelectual de Federico García Lorca o Luís Buñuel. Desde el principio Dalí se
había acercado al estudiante de medicina, y futuro Premio Nobel, al que
abordaba con cuestiones en las que mezclaba ciencia y religión, siempre
dispuesto a encender la mecha de una discusión que el bueno de Severo Ochoa
rechazaba por norma. Su relación fue cordial y a veces animada. Pero nunca se
encontró a uno entre los grandes amigos del otro. A pesar de eso, desde que el
científico había decidido compaginar sus estancias en Madrid para seguir de
cerca el desarrollo del centro de biología molecular que llevaba su nombre con
su vida en Nueva York, todo el mundo decía que la relación entre ellos había
ganado vigor.
En
un momento dado noté que la puerta del despacho se abría y que el doctor Ochoa
cedía el paso a su amigo, que se incorporaba al pasillo. Al llegar a donde yo
me encontraba, ambos se detuvieron.
–Javier, te quiero presentar a
alguien –me dijo con su tono rotundo y calmado–. Dice que quizá ha sido un poco
descortés contigo al llegar.
–Qué va… –le excusé yo–. Si acaso,
he sido yo el que no he sabido comportarme. Pero es que no me esperaba…
Dalí
observaba la escena en un segundo plano, como si no fuera con él la
conversación.
–No te preocupes –me interrumpió
Severo Ochoa–. Te puedo asegurar que es algo que le pasa a menudo.
Su
voz y su gesto me resultaron informales, pero su amigo no debió de entenderlo igual
y seguía ajeno al diálogo entre nosotros. Su porte resultaba elegante del mismo
modo que lo resulta el de un animal salvaje. La forma de su mentón era angulosa
a pesar de la edad, y su frente era ancha y cosida de surcos. Tenía las cejas
pobladas y mal arregladas, y su mirada llegaba a intimidar. Era más delgado de lo
que hubiera imaginado, olía a perfume caro y denso, y su ropa, si bien no
parecía bien coordinada, sí que daba la impresión de ser cara.
–Dalí es un apasionado de la ciencia
–dijo después el profesor.
El
otro, al fin, decidió intervenir:
–Sólo de la ciencia bien hecha… Y de
la que tiene que ver con la física cuántica, la fisión y la fusión nuclear y el
ADN.
Severo
Ochoa decidió no añadir ni un solo gesto a la frase de su amigo.
–Cuando Watson y Crick descubriendo
la estructura en forma de doble hélice de la molécula de la vida –continuó–,
entendí que todo tenía sentido.
–No empieces… –le replicó después.
Tuve
la impresión, por el tono en el que habló, de que aquél era el episodio enésimo
de una conversación infinita.
–Salvador cree que la forma del ADN
explica por sí sola la existencia de Dios.
–Si me permite que le contradiga…
–medié yo.
–Por supuesto que no se lo permito
–dijo él con tono grandilocuente sin dejarme terminar la frase.
–No te esfuerces, Javier –terció el
profesor–; ya le he dicho mil veces que si el ADN tratara de explicar algo, lo haría
para precisar lo contrario. Ya no es necesaria la presencia de ningún Dios que
explique el origen de la vida.
–¡Tonterías! –exclamó Dalí, alzando
un poco el tono de su voz y volviendo a exagerar el gesto abriendo mucho los
ojos y echando la cabeza levemente hacia atrás.
El
pintor mostraba siempre que tenía ocasión la pasión que sentía por la ciencia.
Y esta pasión llegó incluso a plasmarla en varias de sus creaciones. Así,
cuadros como el Paisaje de mariposas,
Galacidalacidesoxyribonucleicacid o Árabes acidodesoxirribonucleicos lo
ponen de manifiesto, al igual que sus dibujos en homenaje a Watson y Crick o al
70 cumpleaños de su amigo, y en ese momento mi jefe, Severo Ochoa.
Luego,
justo antes de irse, Dalí me dijo algo que siempre he tenido presente y que se
repetía en mi cabeza aquella mañana en Whashington, de camino al laboratorio:
–Algún día los científicos seréis
capaces de leer y de interpretar todas las letras contenidas en nuestro ADN, y
entonces nos encontraremos mucho más cerca de entender el mensaje de Dios.
Nunca
consideré las connotaciones teológicas de aquella frase, pero la posibilidad de
leer e interpretar el material genético, es decir, de secuenciar y dar luz a la
estructura primaria de nuestro ADN, se convirtió en un objetivo prioritario para
mí. Por eso seguí el proyecto Genoma Humano desde sus inicios, en el año 1990,
y por eso en cuanto tuve la oportunidad de unirme al grupo de Francis Collins
en el instituto nacional de investigación genómica humana (NHGRI, de sus siglas
en inglés) no lo dudé y pedí una excedencia en la universidad.
Y
por fin había llegado el día para el que me había estado preparando. Habían
pasado cincuenta años desde que Watson y Crick publicaran la primera estructura
del ADN, y a nadie se le escapaba que lo redondo del aniversario no podía ser
una coincidencia. Estaba previsto que el proyecto Genoma Humano arrojara los
primeros datos definitivos varios años más tarde, pero aquella mañana de abril,
el director del grupo en el que entonces trabajaba, Francis Collins, anunciaba
que teníamos “la primera edición del libro de la vida”. Dos años después de que
el primer borrador oficial del genoma humano fuera presentado por Collins –acompañado
aquella vez del presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, el primer
ministro británico, Tony Blair, y de Craig Venter, el responsable de la empresa
privada Celera–, éste se había dilucidado por completo.
Fue
durante la primera mitad del siglo XX cuando se estableció que el ADN constituía
el material genético donde se encuentra la información necesaria para generar
todas las estructuras que dan lugar a cada organismo y que, además, tenía
carácter hereditario. Este ADN sabemos que está formado por la sucesión de
cuatro unidades estructurales llamadas nucleótidos, que son moléculas orgánicas
constituidas por la unión de un monosacárido llamado desoxirribosa, una base nitrogenada
–adenina, guanina, timina o citosina- y un grupo fosfato. En el interior de la
célula humana –así como de cualquier organismo eucariota–, el ADN se halla altamente
compactado, en un subespacio llamado núcleo, dando lugar a los cromosomas, de
los cuales tenemos 23 parejas. En los seres humanos, como en la
totalidad de los seres vivos, el ADN no existe como una molécula individual,
sino que se organiza como una doble hebra –en la que los nucleótidos de una cadena
se aparean con los nucleótidos de la otra de modo que cada adenina siempre va a
ir unida a una timina y cada citosina a una guanina– que se enrosca sobre sí
misma formando una especie de escalera de caracol. Ahora, en pleno siglo XXI, desde
la publicación del primer borrador, se sabe también que el genoma humano está
formado por un total de unos 3200 millones de pares de nucleótidos.
Una
vez conocida la secuencia completa de nuestro ADN, el paso siguiente era
identificar, de entre toda esa sucesión de nucleótidos, qué fragmentos daban
lugar a los genes. La importancia de esta identificación radica en que el gen
contiene la información necesaria para la síntesis de determinadas
macromoléculas con función celular específica (proteínas, ARN mensajero, etc.).
Las primeras investigaciones apuntaban a un número aproximado de 90000 genes
para la especie humana, pero en la actualidad, esa cifra inicial se ha visto
radicalmente reducida hasta un número mucho más próximo a la realidad y que lo
sitúa en unos 20500.
Otro
hecho que sorprendió en cierta medida a la comunidad científica fue la gran
cantidad de ADN intergénico que tradicionalmente había sido llamado ADN basura
por no conocerse de forma precisa su función. Aún hoy esta función no está
aclarada del todo, pero lo que sí es cierto es que el término “basura” no es el
más indicado para este ADN, que supone hasta el 90% del genoma y que parece
jugar un papel determinante en la regulación de la expresión de los genes.
Desde
aquel encuentro con Salvador Dalí en el CBM no he dejado de darles vueltas a su
predicción en cuanto a la capacidad de la ciencia de leer e interpretar el ADN.
Hoy en día, con las técnicas modernas de secuenciación masiva, la cantidad de
datos genéticos que se puede obtener en un laboratorio es tan alto que desborda
a nuestra capacidad de análisis. Nuestro conocimiento sobre el ADN ha crecido
de manera exponencial a la luz de los múltiples proyectos internacionales abiertos
en esta línea. Pero la posibilidad de que este conocimiento dé respuesta a todo
lo humano y lo divino, como auguraba el genial pintor, cada vez se ve más
lejos. Como en el diálogo socrático con la pitonisa del oráculo de Delfos, la
absoluta certeza no hace sino alejarse. Las aplicaciones de todo el saber
devenido del estudio del ADN no han sido tan inmediatas como pudieran pensarse
hace una década. Pero las posibilidades y las perspectivas que se suceden ante
nuestra mirada hacen creer en un mundo mejor.
La
primavera es una estación apacible en Washington D. C. Pensaba en ello de camino
al laboratorio y quise acordarme de los que me habían acompañado en el viaje.
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