viernes, 5 de julio de 2019

MICROBIOMA

A día de hoy, no es fácil saber con exactitud cuántas células dan forma a nuestro cuerpo. Es imposible contabilizarlas una a una, así que para obtener un número más o menos fiable hay realizar diferentes consideraciones teniendo en cuenta los diferentes órganos y tejidos que dan estructura a nuestro organismo. Mediante estas aproximaciones, actualmente se acepta que nuestro cuerpo es el resultado de la unión de varios billones de células de diferentes tipos. Para ser más exactos, unos treinta billones.

Éste no es un número especialmente significativo. Nadie se ha llevado las manos a la cabeza al conocer su dimensión, ni se espera que los miembros del equipo que ha realizado el cálculo grave para siempre sus nombres en los anales de la Ciencia. Treinta billones de células es un número bastante neutro. Lo que sí que suele resultar más inquietante es la comparación de su magnitud con el de organismos microscópicos que acompañan a estas células. Y es que nuestro cuerpo viene a ser algo así como un enorme crucero repleto de polizontes –varios billones también–.

Este conjunto de microorganismos es lo que se conoce como microbioma, y está compuesto, fundamentalmente, por bacterias; aunque también hay un número significativo de virus y hongos. Gracias a las técnicas de secuenciación masiva de ADN –las mismas que se utilizan para secuenciar nuestro genoma– podemos conocer todas las especies bacterianas que están contenidas en nuestro organismo; sobre todo en nuestro intestino, pero prácticamente no existe un órgano o tejido que se encuentre completamente ausente de algún tipo de microorganismo. Mediante estos análisis de ADN se puede conocer la diversidad bacteriana que tenemos y la proporción relativa de cada especie.

Tradicionalmente, para conocer la composición bacteriana de un contexto determinado, lo que se hacía era llevar esas bacterias al laboratorio, aislarlas, cultivarlas y estudiarlas después de crecidas. Pero hoy sabemos que mediante esta metodología estábamos perdiendo en el proceso más del 90 % de todos los microorganismos. Por eso, las modernas técnicas de análisis masivo de ADN han venido a aportar una enorme cantidad de información sobre nuestro microbioma.

Ahora sabemos que la relación entre las diferentes familias de bacterias presentes en las diferentes estructuras de nuestro cuerpo determinan su correcto funcionamiento. La fiabilidad de nuestro sistema digestivo, las alteraciones de nuestro sistema inmune o, incluso, nuestra predisposición a padecer cierto tipo de cáncer están relacionados directa o indirectamente con el microbioma. En el futuro, probablemente, aprendamos a regular estas proporciones. Mientras tanto, sólo podemos seguir aprendiendo.

TERAPIA GÉNICA

En la segunda mitad del siglo XVI existió un médico en Bolonia llamado Gaspare Tagliacozzi. Este italiano tuvo bastante éxito en su época en el desarrollo de varias disciplinas médicas, pero por lo que ha pasado a la historia es por ser un pionero en la Medicina Estética. Concretamente, Tagliacozzi es considerado el precursor de la rinoplastia. Para la curia eclesiástica del momento, este cirujano plástico no hacía sino violar las leyes de la naturaleza, por lo que su cuerpo fue enterrado con deshonor más allá de las murallas de la ciudad.

Hoy en día, y sólo en España, se llevan a cabo más de 100.000 operaciones de cirugía estética al año. Y ya nadie entiende que sea una obligación cargar de por vida con la nariz aguileña del abuelo paterno, las orejas de soplillo de la abuela materna o el culo plano de buena parte de tu familia. La herencia recibida de nuestros antepasados es un regalo envenenado que no estamos obligados a mantener. Pero, ¿y con los genes? ¿Estamos condenados a cargar con el peso de nuestros genes hasta el último día de nuestra vida? ¿O podemos elegir cambiarlos por otros que nos vengan mejor?

Quizá, como hace 500 años sucedió con las operaciones de Tagliacozzi, alguien piense que jugar a moldear nuestros genes sea una violación de las leyes de la naturaleza. Pero si no lo hemos hecho aún es porque no hemos tenido las herramientas adecuadas para llevarlo a cabo. Y era sólo cuestión de tiempo. Esta misma semana, la agencia estadounidense encargada de aprobar la introducción de un medicamento en el mercado anunciaba que daba permiso para que un fármaco llamado Zolgensma se empezara a comercializar. La anécdota –y lo que parece haber cobrado carácter de noticia a tenor de lo visto en prensa– es que éste se ha convertido en el fármaco más caro del mundo, al alcanzar un precio de más de 2 millones de dólares por dosis. Pero, como digo, eso es sólo la anécdota. La verdadera noticia es que Zolgensma se ha convertido en el primer fármaco que utiliza la terapia génica para curar una enfermedad.

Zolgensma es un fármaco biológico construido a partir de un virus llamado AAV9 al que se le ha quitado su propio ADN y en su lugar se ha colocado un gen humano llamado SMN1, que es el que falla en pacientes de una enfermedad llamada Atrofia Muscular Espinal. Así, una sola dosis intravenosa de este fármaco puede hacer que los enfermos empiecen a expresar adecuadamente una proteína que se producía erróneamente, y curarse para siempre.

Sin duda, esto es sólo el principio. Estamos al comienzo de una nueva era. Pero la terapia génica ha venido para quedarse. La medicina y la genética cada vez convergen en más y más puntos de su camino, y su unión se antoja indisoluble en adelante. Esperemos que sea para bien de todos

LA MUTACIÓN DEL EVEREST

El Himalaya es uno de los lugares más inhóspitos de la Tierra. Quizá por eso, el hombre siempre se ha sentido fascinado por tratar de dominarlo. Y quizá también por eso, desde la segunda mitad del siglo XIX, coronar su montaña más alta se convirtió en un sueño para el mundo del alpinismo. Esta montaña se llamaba Pico XV, y fue rebautizada como Monte Everest, en 1865, en honor al geógrafo británico Sir George Everest. En mayo de 1953, dos hombres alcanzaron su cima por primera vez. Se trataba del neozelandés Edmund Hillary y del sherpa Tenzing Norgay. Ambos han pasado a la historia por ser las dos primeras personas que lograban derribar la cima del gran gigante, y en el Olimpo del alpinismo, ocupan un merecido lugar de honor.

¿Pero tuvieron los dos hombres el mismo mérito? ¿Jugaba alguno de ellos con ventaja? Hoy, la Ciencia nos dice que no partían en igualdad de condiciones. Aunque ya era conocido que los sherpas presentaban cierta facilidad para moverse por las laderas más altas del planeta, fue en el año 2017 cuando se publicó, en la prestigiosa revista científica PNAS (Proceedings of the National Academy of Sciences), la explicación a este fenómeno. Y es que esta población presenta una variante de un gen llamado ppara que facilita la vida a gran altitud. Así, los sherpas tienen menores niveles de oxidación de los ácidos grasos en biopsias musculares, gran protección contra el estrés oxidativo y, sobre todo, una mayor eficiencia en la utilización del oxígeno.

Y es así como opera la evolución de las especies. Por una razón puramente aleatoria, el ADN de un ser vivo sufre diferentes alteraciones respecto al patrón que tendría que seguir, y estas diferencias (mutaciones) hacen que su adaptación al medio sea mejor. Aunque, ojo, no siempre es así. En algunas ocasiones las mutaciones no son precisamente beneficiosas. Pero cuando sí que lo son, los individuos que las presentan se ven beneficiados respecto a los que no lo hacen, y su supervivencia y reproducción es más eficiente, transmitiendo esa nueva forma del gen (alelo) a su descendencia.

Las adaptaciones metabólicas que han facilitado la adaptación de los sherpas a vivir en el Himalaya son fruto del azar. Y su explicación nos la brinda la Genética. Otra cosa es la continua necesidad humana por alcanzar nuevos hitos. George Leigh Mallory fue un alpinista que intentó, sin éxito, alcanzar la cima del Everest tres veces entre los años 1921 y 1924. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, él respondió: porque está ahí. Mallory murió en su último intento de ascenso, y su cuerpo descansa en la montaña. Aunque no sea la especie elegida, el ser humano es la especie más compleja que ha habitado nunca la Tierra.

miércoles, 12 de junio de 2019

VIRUS

Durante la Segunda Guerra Mundial, en el Frente del Pacífico Sur, el militar más condecorado de la historia en los Estados Unidos, el general McArthur, se encontró un enemigo con el que no contaba: los mosquitos. El militar se quejaba amargamente de que por cada hombre que tenía en disposición de enfrentarse con un japonés, otro estaba convaleciente a causa de una enfermedad transmitida por el insecto. Y es que los mosquitos actúan como vectores de determinadas enfermedades provocadas por parásitos protozoos, como la malaria, o por virus, como la fiebre amarilla, el Dengue o el Zica. Por este motivo, en numerosas ocasiones escuchamos esa afirmación tan poco precisa de que el mosquito es el animal más mortífero del mundo.

Pero, estrictamente hablando, los verdaderos responsables de esas muertes no son los mosquitos, sino los microorganismos de los que son vectores. Y un tipo de éstos, como ya hemos apuntado, son los virus. Estos organismos son los responsables, cada año, de la muerte de más de tres millones de personas. Y en el pasado fue mucho peor. Sólo el virus de la viruela pudo acabar, en el siglo XX, con la vida de más de 300 millones de personas.

Los virus no son organismos vivos. Son, sencillamente, agentes infecciosos. Y no lo son porque carecen de estructura celular, porque no son capaces de autoreplicarse a sí mismos para dar lugar a nuevos virus, y porque no tiene la capacidad de relacionarse con el medio en el que se encuentran. Pero, entonces, ¿qué son? Pues son apenas unas pocas proteínas organizadas de tal manera que en su interior son capaces de proteger a un ácido nucleico (ADN o ARN), y que se aprovechan de la maquinaria de una célula a la que infectan para dar lugar a nuevos agentes infecciosos.

Los virus son los responsables de algunas de las enfermedades más letales en la historia del hombre. Algunas ya las hemos mencionado, como el Dengue o la viruela, pero también el SIDA, la rabia, la gripe, el sarampión o la rubeola son enfermedades ocasionadas por virus. Por suerte, para muchas de ellas disponemos de vacunas altamente efectivas. Es el caso de las paperas, rubeola o sarampión. Pero no podemos bajar la guardia.

Los virus no fueron detectados hasta finales del siglo XIX, debido a su tamaño –menor que el de una bacteria–. Desde entonces se han identificado unas cinco mil especies, y se piensa que más del 99% están aún por descubrir. Pero no todo tiene por qué ser negativo. En los virus podría encontrarse una solución a la lucha contra el cáncer, contra las superbacterias o contra centenares de enfermedades que atacan a nuestros cultivos. Habrá que definir de manera adecuada los términos de nuestra relación con ellos. 

sábado, 1 de junio de 2019

PRIONES


En 1958, justo hace ahora 60 años, la NASA puso en órbita el primer satélite artificial americano, el Explorer 1. Pero el hito científico que ha pasado a la historia de ese año fue otro: el nacimiento del Dogma central de la Biología Molecular. Éste fue establecido por el Premio Noble británico Francis Crick, y lo que venía a decir, básicamente, es el que el ADN de todo ser vivo da lugar a las proteínas -que son las verdaderas responsables de todas las acciones que suceden en las células-, generando por el camino un producto intermedio, que es el ARN. Esta relación es unidireccional, y siempre se da en el mismo sentido. El ADN da lugar a ARN, y el ARN, a proteínas.
Pero el dogma, en su calidad de infalible, dejó de serlo pronto. Es decir, al poco tiempo de establecido, se encontraron sistemas biológicos que lo contradecían. Una de estas excepciones la provocan los virus de ARN, como el virus del SIDA -el VIH- o el de la gripe. En estos sistemas existe una proteína que es capaz de producir ADN a partir del ARN. O sea, que es capaz de hacer que el sentido de la información genética contradiga a lo propuesto por el Dogma.
Otro ejemplo de rebeldía lo encontramos en los priones, unas proteínas que hace veinte años provocaron una de las crisis de salud pública y de alimentación más importantes que se recuerdan en la historia reciente de Europa: la crisis de las vacas locas. Los priones no son seres vivos. No tienen una estructura típica celular. No tienen ni ADN ni ARN. No son más que sencillas proteínas. Pero tienen una cualidad que las diferencian de otras proteínas, y es su carácter infeccioso. Los priones son capaces de alterar la estructura de proteínas sanas presentes en el cerebro, convirtiéndolas en elementos sin ninguna utilidad y que dañan al Sistema Nervioso.
Los priones son los responsables de producir una serie de enfermedades conocidas en su conjunto como encefalopatías espongiformes, y que reciben diferentes nombres según el organismo afectado. En humanos, por ejemplo, se llama enfermedad de Creutzfeldt-Jakob; en ovejas, scrapie; y en las vacas, EEB (encefalopatía espongiforme bovina). En cualquier caso, el resultado es siempre el mismo. Un cerebro con aspecto de esponja agujereada o queso gruyere. Las consecuencias suelen ser fatales. Cuando los priones acceden al Sistema Nervioso, la muerte neuronal es prácticamente inevitable. Recientemente una “nueva” enfermedad ha llamado a las puertas de la actualidad. Se trata del Insomnio Familiar Fatal; también provocada por priones. Un nuevo reto para la ciencia. Un nuevo desafío para la investigación.

REVISTAS CIENTÍFICAS


En investigación científica, lo que no se publica no existe. Y lo que no existe no es. La regla es sencilla, y puede concretarse en una frase habitualmente utilizada que resulta tan perversa como cruel: Publish or perish. Publicar o morir. La carrera de un científico la sujetan sus publicaciones, y el propio avance de la Ciencia es conducido por lo que se publica en ella.
Pero no todo vale. No todo puede –o debe– publicarse, y todo lo que se publica es valorado de un modo distinto dependiendo de cuál sea el medio en el que se hace. Del mismo modo que no es lo mismo jugar en el Real Madrid que en el equipo del barrio, no es lo mismo publicar en una revista o en otra. El problema es que no existe un espacio como la Liga de fútbol, en la que las revistas midan su competitividad. Pero eso no quiere decir que no exista un ranking para las revistas científicas. Existe. Y ese ranking viene establecido por un parámetro llamado Factor de Impacto. Sin profundizar en su cálculo, este parámetro nos da información sobre el número medio de citas que reciben los artículos publicados en un intervalo de tiempo determinado, por una revista concreta. Porque más importante aún que publicar es ser leído. Si un investigador publicara a lo largo de su vida un gran número de artículos científicos, pero no consigue que ninguno de sus colegas lo cite, la relevancia de su trabajo habrá sido nula. Por ese motivo, las grandes revistas siempre persiguen publicar a los autores y los artículos que previsiblemente van a tener un mayor número de citas, mientras que los buenos autores persiguen publicar sus mejores artículos en las revistas con mayor Factor de Impacto.
En la actualidad existen miles de revistas en las que los científicos del mundo publican sus más de dos millones de artículos anuales. Pero si preguntáramos a pie de calle, la práctica totalidad de esas revistas serían completamente desconocidas para la mayoría de nuestros vecinos. Creo que sólo habría dos de ellas mayoritariamente conocidas: Science y Nature. Y es que, no en vano, éstas son dos de las revistas de mayor Factor de Impacto, repercusión social y tradición científica que existen. En estas revistas se han publicado la mayoría de los hallazgos más notables de los últimos ciento cincuenta años. Y hasta los rankings de Universidades utilizan como elementos a valorar los artículos publicados en ellas.
En estos días se ha publicado en Nature un artículo cuyo principal trabajo se ha desarrollado en Almería. Se trata del descubrimiento de un planeta que orbita en torno a una estrella que ocupa el lugar central de un sistema estelar relativamente cercano. Independientemente de la repercusión que esto tenga en nuestro día a día, a nadie se le escapa la gran importancia que la Ciencia le concede al descubrimiento. Y eso es bueno. Porque la Ciencia también crece en este Sur. También hay Ciencia en la Ciudad Celeste.

EL OLVIDADO MENDEL


A la edad de 27 años, el sacerdote Gregorio Mendel intentó acceder al cuerpo de profesores de la Universidad de Viena, pero suspendió el examen que lo habilitaba para ello. En ese momento, pudo haber decidido abandonar el camino de la enseñanza para dedicarse por entero a los menesteres reservados a los frailes agustinos, pero en lugar de eso decidió no arrojar la toalla. En vez de elegir el camino más cómodo, prefirió matricularse en la Universidad Imperial de Viena para estudiar Física, Química, Botánica y Matemáticas. No tardó mucho en destacar, y apenas dos años después era él mismo quien se encontraba dando clases a los demás. Pero no sería este hecho el que le haría pasar a la historia. Lo que inmortalizó al padre agustino Mendel fueron sus ensayos con unos guisantes para elaborar una serie de Leyes Fundamentales sobre la transmisión de la herencia genética.
En realidad, inicialmente Mendel no las llamó así. Él nunca pretendió establecer unas de las reglas más importantes en la historia de la Ciencia. Es más, Mendel llegó a morir sin ser verdaderamente consciente de la importancia de sus descubrimientos. Él lo único que pretendió fue llevar a cabo un pequeño estudio sobre la hibridación de plantas. De hecho, fue así como presentó sus resultados en una reunión que tuvo lugar a principios del año 1865 en la Sociedad de Historia Natural de Brno, y en los que la repercusión de estos experimentos no fue excesivamente notoria.
Tuvieron que pasar más de tres décadas, con Mendel ya fallecido, hasta que otros científicos volvieran a sus ensayos para universalizar sus resultados. Hoy en día sí que somos conscientes de la importancia capital que tienen las tres Leyes de Mendel, y reconocemos a este científico como uno de los más importantes de nuestra historia. Porque la sencillez de sus resultados alumbraron al mundo el nacimiento de una nueva ciencia que estaba gestándose: la Genética. Y es que, en efecto, como otras muchas grandes Leyes de la Ciencia, las de Mendel son sencillas en esencia. Lo que vienen a decir, básicamente, es que, por un lado, la herencia es transmitida desde una generación a la siguiente por elementos discretos, que son los genes; y, por otro lado, que las reglas matemáticas que rige esta herencia son muy claras y simples.
Mendel no fue capaz de predecir el impacto de sus hallazgos. Por suerte, la Ciencia casi siempre acaba otorgando a cada uno el lugar que le corresponde, aunque sea a destiempo.