Karl Marx nació en la Alemania de principios del XIX –en el, por entonces, Reino de Prusia-, en el seno de una familia judía de clase media y descendiente de una importante línea de rabinos. Nada hacía pensar que el pequeño Karl, un joven tímido y brillante, pudiera acabar convirtiéndose en una de las figuras más importantes en la historia del pensamiento político. Y es que hace apenas veinte años, la mitad de la población vivía aún en países cuyos regímenes políticos decían estar inspirados en sus pensamientos, así como la mayoría de los movimientos guerrilleros actuales enarbolan la bandera del Marxismo como si esto los dotara de una justificación que no son capaces de encontrar de otro modo.
Los dos libros más importantes que Marx publicó fueron, sin duda, El manifiesto comunista y El Capital. El primero de ellos, un escrito en el que se asientan las principales ideas comunistas que fue elaborado por encargo para la Liga de los Comunistas en colaboración con su gran amigo, el empresario Friedrich Engels, mientras que el segundo es un tratado de economía política en cuya edición también tuvo mucho que ver su compañero de batallas. Pero hay una frase que ha pasado a la historia ligada indisolublemente a la figura de Marx y que curiosamente no aparece en ninguno de estos dos libros. La frase en cuestión es “La religión es el opio del pueblo” y el ideólogo alemán la escribió como prólogo para la Crítica de la Filosofía del Derecho, de Hegel.
No han sido pocos los que han utilizado esta frase como arma arrojadiza, aunque también es cierto que la mayoría de éstos no conoce en profundidad el pensamiento de Marx ni han leído sus escritos. Es innegable el sentido crítico de esta frase para con la religión, pero hay que saber que el fundador de la teoría comunista no la consideraba una “conspiración clerical”, tal y como hacía la filosofía de la Ilustración. Para Marx la religión –incluso reconociéndole la importancia de su papel en la época medieval- alienaba la esencia humana como hacía el opio, que a mitad del siglo XIX era de uso legal y se administraba como analgésico, para tratar el cólera o incluso como anestésico, en forma de morfina que, por cierto, recibe este nombre en honor a Morfeo, figura mitológica que representaba en la antigua Grecia al dios de los sueños.
Y es que por estas fechas, mediados del XIX, la anestesia empezó a utilizarse en procesos quirúrgicos y extracciones odontológicas. Hoy en día, gracias al uso de nuevos fármacos y a los avanzados sistemas de monitorización, la anestesia, además de haberse convertido en un elemento imprescindible para la medicina, ha adquirido unos niveles de seguridad altísimos habiéndose reducido en gran medida las complicaciones que hace apenas unos años ésta producía.
En la actualidad se diferencia entre tres tipos de anestesia: la local, que elimina la sensación de dolor en una zona concreta del cuerpo; la regional, que la elimina de una región o varios miembros del cuerpo –dentro de ésta se encuentra, por ejemplo, la epidural-; y la general, que da lugar a un estado de inconsciencia. Además del mencionado estado de inconsciencia, toda anestesia general debe garantizar dos componentes básicos como son la amnesia y la analgesia. Por ello, en anestesiología se utilizan fármacos hipnóticos, analgésicos y relajantes musculares.
Los hipnóticos son fármacos que duermen al paciente, evitan la angustia y producen cierto grado de amnesia. Entre éstos destacan el halotano, uno de los más utilizados históricamente, aunque en la actualidad su uso en países desarrollados es mínimo, y el óxido nitroso, o gas de la risa, que ya fue utilizado como sedante por el dentista estadounidense Horace Wells en 1844.
Por otro lado, los fármacos analgésicos buscan la abolición del dolor y los que se utilizan en anestesiología suelen ser derivados naturales del opio como la morfina, aunque también se utilizan otros, sintéticos, que mimetizan el efecto opiáceo, con mayor potencia.
La inmovilidad del paciente se consigue gracias al uso de relajantes musculares derivados del curare, sustancia obtenida a partir de una planta que abunda en la cuenca del Amazonas y que ha sido utilizada durante muchos años por poblaciones indígenas para inmovilizar a sus presas. Con estos fármacos se consigue además reducir la resistencia de las cavidades abiertas por la cirugía y permitir la ventilación mecánica artificial.
Cuando Marx habló de la religión como el opio del pueblo sólo quería decir que ésta es capaz de adormecer el natural espíritu revolucionario del ser humano. Pero hoy eso parece no importar. Cada uno hace de esta frase su baluarte, como ha pasado tantas veces con el propio Marxismo.
lunes, 1 de diciembre de 2008
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2 comentarios:
Curioso rizo del marxismo a la anestesia y de ahí a una verdad como un templo: se vive de frases, ni siquiera de ideologías. Y últimamente, tampoco son grandes frases.
Un saludo.
Muchas gracias, Olga, por venir por aquí.
Espero que no nos quedemos sólo con eso, con que se vive de frases. Permítamonos la licencia de vivir, al menos, también de sueños y de ideales.
Un saludo.
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