En 1.998 la revista Time elaboró una lista con los cien personajes más influyentes del siglo XX. Entre ellos había gente tan dispar como Albert Einstein, Marilyn Monroe, Juan Pablo II, Hitler o el Che Guevara. Pero si hay algo que sorprende al examinar el curioso inventario es la presencia de un personaje que carece de nombre y apellidos. Se trata de “El Rebelde Desconocido”. De él poco se sabe. No se tienen declaraciones suyas y ni siquiera una imagen nítida de su rostro. El rebelde desconocido es el apodo que se le dio a un hombre anónimo que el cinco de junio de 1.989 se opuso, con su simple presencia, al avance de una columna de tanques en el transcurso de las revueltas de la Plaza de Tiananmen, en China.
Las revueltas habían comenzado casi dos meses antes y en ellas intelectuales, trabajadores y grupos estudiantiles protestaban por la opresión del gobierno comunista, la alta inflación o el fracaso de la reforma económica. Finalmente estas manifestaciones de malestar acabaron por la fuerza y se estima que unos 2.000 civiles murieron en el intento del gobierno por calmar la situación. Todavía hoy, éste es un tema tabú en China. Lo que el ejecutivo denominó como una actuación para normalizar la situación del país, los más reaccionarios entienden que fue una práctica totalmente desmesurada, y es que sacar el ejército a la calle, blindados incluidos, para tratar de acallar los ánimos de un grupo perfectamente controlable que simplemente manifestaba su malestar por la situación social y económica del gran gigante asiático sí que parece ir en contra del principio de proporcionalidad.
Pero aquel cinco de junio, la imagen del rebelde desconocido plantado en mitad de la calle se iba a convertir en un icono por la libertad. Cuando la columna de tanques avanzaba en dirección al ciudadano anónimo, todo el que contemplaba la imagen esperaba el fatal desenlace. La lógica dictaba que aquel hombre moriría bajo las cadenas de los carros de combate si no se movía de allí. Pero entonces, el primero de los tanques se detuvo y tras él los demás. Un solo hombre, desarmado y sin ninguna intención belicista, había conseguido frenar el avance de un ejército que días antes se había mostrado despiadado.
El rebelde desconocido se comportó como la piel de nuestro organismo, repeliendo el ataque del agente patógeno que en este caso eran los tanques. Se puede decir, estableciendo un paralelismo, que aquel hombre ejerció como el primer nivel de defensa de un supuesto sistema inmunitario. Y es que éste, el sistema inmunitario, se puede dividir en tres niveles.
El primer nivel de defensa lo forman las barreras superficiales. La primera y más evidente dentro de éstas es la piel, que actúa como barrera mecánica y que forma la primera línea de defensa contra infecciones. Otros ejemplos de barreras mecánicas son la orina y las lágrimas por la acción que ejercen de arrastre de patógenos. Dentro de este primer nivel de defensa también están las barreras químicas, como las proteínas antimicrobianas de la saliva o la leche materna, y las barreras biológicas, como la flora intestinal o genital.
No obstante, este tipo de barreras no es capaz de frenar el cien por cien de los patógenos, y cuando uno escapa a este nivel de defensa es el turno del sistema inmunitario innato, que presenta una respuesta inespecífica inmediata. Dentro de este tipo de inmunidad se encuentran los procesos de inflamación –mediados por unas moléculas llamadas eicosanoides y citocinas-, la línea de las células blancas o leucocitos –macrófagos, neutrófilos, etc.- y un sistema denominado “del complemento” que se presenta como una cascada de reacciones que terminan por afectar a las células extrañas.
Por último, el nivel más específico de defensa que posee nuestro sistema inmunitario es el sistema adaptativo. Éste presenta como principal característica la memoria inmunológica, que le permite reconocer agentes patógenos particulares a lo largo del tiempo, y está mediado por unas células denominadas linfocitos. Las clases principales de éstos son los de la serie B, que producen los anticuerpos, y los de la serie T, que coordinan la respuesta inmune secretando unas proteínas específicas al medio.
Ninguno de estos niveles de defensa tiene sentido en ausencia de los demás y sólo se entienden en el global del sistema inmunitario. La acción del rebelde desconocido, por muy loable que nos parezca, careció de sentido en términos de defensa. Hay quien piensa que aquel hombre fue ejecutado días después y quien dice que se encuentra escondido en el interior rural de China. Su acción, como estrategia militar, fue un auténtico desastre, pero fue un símbolo y también de símbolos se construye la historia.
jueves, 8 de octubre de 2009
miércoles, 23 de septiembre de 2009
VINO Y VINAGRE. UNA CUESTIÓN DE pH
(Podrás encontrar explicaciones a ésta y otras cuestiones en mi canal de youtube Un paseo con Darwin)
Las historias del vinagre y del vino comparten ramajes. Aunque durante mucho tiempo uno ha sido considerado el producto de oxidación indeseado del otro –esto se puede comprobar incluso gramáticamente; la palabra vinagre proviene del latín vinum acre, vino agrio-, lo cierto es que hoy en día, la consideración hacia el vinagre ha ganado muchos enteros.
Las primeras noticias que tenemos sobre la existencia del vino se remontan más de siete mil años desde nuestros días y es un hecho destacado que la mayoría de las culturas clásicas –sobre todo la egipcia, la griega y la romana- lo colocan en el centro de sus celebraciones y rituales, dotándolo así de una importancia que no ha tenido ninguna otra bebida a lo largo de la historia. En ellas incluso llegó a crearse el dios que representaba a esta bebida –Baco o Dioniso- y la tradición cristiana le ha otorgado siempre una importancia suprema, posicionándolo en el centro de la última cena que Jesús celebró con sus discípulos o utilizándolo para motivar su primer milagro en el episodio de las bodas de Caná.
Casi en paralelo, la historia del vinagre llega hasta nuestros días. Y es que aquellos primeros vinagre eran la consecuencia del mal almacenaje del vino, que acababa agriado y perdía así su valor. Se puede decir, por lo tanto, que uno era la alteración natural del otro. No obstante, ya en la Grecia Clásica ciertos autores otorgan al vinagre características medicinales, atribuyéndole efectos positivos como antiséptico en la limpieza de heridas, como analgésico o como elemento de prevención del “mal de melancolía” o lo que hoy conocemos como depresión.
Históricamente, el vinagre también ha sido utilizado en la conservación de los alimentos en modo de escabeche. En zonas donde la pesca o la caza eran abundantes durante una época del año, esta forma de almacenar y conservar la comida se hizo muy común y facilitó la vida a sus habitantes.
En la actualidad sabemos que el vinagre es una solución acuosa diluida de ácido acético, que se obtiene después de que una serie de bacterias conocidas en su conjunto como bacterias del ácido acético oxiden el alcohol del vino y de algunas otras bebidas alcohólicas con un porcentaje de etanol no muy alto. Una característica importante de este tipo de bacterias es que, a pesar de estar formadas por un grupo muy heterogéneo de microorganismos, todas presentan una alta tolerancia a la acidez, de manera que muchas de estas cepas pueden crecer a pH inferiores a cinco.
Pero, ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de pH? El pH es la forma más común y más sencilla que tenemos para medir el grado de acidez de una solución acuosa y se calcula con una fórmula matemática. Medir el grado de acidez, en el fondo, no es otra cosa que medir la concentración de unos iones llamados hidronio -que se representan como H3O+-. A esta concentración de iones también se le conoce como potencial de hidrógeno; de ahí el nombre de pH.
Para medir el pH de una solución, por lo tanto, lo que tendremos que hacer será medir la concentración de este ion y realizar una operación matemática que consiste en calcular su logaritmo decimal, cambiándole el signo al valor numérico obtenido. Este término se usa desde principios del siglo XX, cuando fue introducido por el químico danés Sorensen, por lo cómodo que resulta el manejo de sus unidades. Y baste para simplificarlo un ejemplo. El agua pura tiene un pH de 7, que se considera un pH neutro, así como se habla de pH ácido a los inferiores a este valor y pH básico a los superiores. Pues bien, un pH de 7 quiere decir que la concentración de iones hidronio que hay en esa solución es de 0.0000001 molar. Es decir, un cero seguido de siete decimales.
En nuestra vida de a diario nos hemos acostumbrado a convivir con este término, aunque aún nos cuesta familiarizarnos con ciertos valores de pH que nos permitirían comparar y relativizar. Por ejemplo, el pH del vinagre que podemos tener en cualquiera de nuestras cocinas ronda el valor 3, mientras que el del ácido de una batería de uno de nuestros coches, vale en torno a 1. Un refresco de cola tiene un pH de entre 2 y 3, mientras que el de nuestros jugos gástricos se mueve en valores entre 1 y 2. El amoníaco tiene un pH de 11 y hablamos de lluvia ácida cuando el valor de su pH baja de 5.
En términos puramente químicos podemos decir que una de las diferencias más importantes entre el vino y el vinagre es el pH al que se encuentran, aunque esto sería reducir demasiado una cuestión que lleva acompañándonos desde el principio de la civilización.
Las historias del vinagre y del vino comparten ramajes. Aunque durante mucho tiempo uno ha sido considerado el producto de oxidación indeseado del otro –esto se puede comprobar incluso gramáticamente; la palabra vinagre proviene del latín vinum acre, vino agrio-, lo cierto es que hoy en día, la consideración hacia el vinagre ha ganado muchos enteros.
Las primeras noticias que tenemos sobre la existencia del vino se remontan más de siete mil años desde nuestros días y es un hecho destacado que la mayoría de las culturas clásicas –sobre todo la egipcia, la griega y la romana- lo colocan en el centro de sus celebraciones y rituales, dotándolo así de una importancia que no ha tenido ninguna otra bebida a lo largo de la historia. En ellas incluso llegó a crearse el dios que representaba a esta bebida –Baco o Dioniso- y la tradición cristiana le ha otorgado siempre una importancia suprema, posicionándolo en el centro de la última cena que Jesús celebró con sus discípulos o utilizándolo para motivar su primer milagro en el episodio de las bodas de Caná.
Casi en paralelo, la historia del vinagre llega hasta nuestros días. Y es que aquellos primeros vinagre eran la consecuencia del mal almacenaje del vino, que acababa agriado y perdía así su valor. Se puede decir, por lo tanto, que uno era la alteración natural del otro. No obstante, ya en la Grecia Clásica ciertos autores otorgan al vinagre características medicinales, atribuyéndole efectos positivos como antiséptico en la limpieza de heridas, como analgésico o como elemento de prevención del “mal de melancolía” o lo que hoy conocemos como depresión.
Históricamente, el vinagre también ha sido utilizado en la conservación de los alimentos en modo de escabeche. En zonas donde la pesca o la caza eran abundantes durante una época del año, esta forma de almacenar y conservar la comida se hizo muy común y facilitó la vida a sus habitantes.
En la actualidad sabemos que el vinagre es una solución acuosa diluida de ácido acético, que se obtiene después de que una serie de bacterias conocidas en su conjunto como bacterias del ácido acético oxiden el alcohol del vino y de algunas otras bebidas alcohólicas con un porcentaje de etanol no muy alto. Una característica importante de este tipo de bacterias es que, a pesar de estar formadas por un grupo muy heterogéneo de microorganismos, todas presentan una alta tolerancia a la acidez, de manera que muchas de estas cepas pueden crecer a pH inferiores a cinco.
Pero, ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de pH? El pH es la forma más común y más sencilla que tenemos para medir el grado de acidez de una solución acuosa y se calcula con una fórmula matemática. Medir el grado de acidez, en el fondo, no es otra cosa que medir la concentración de unos iones llamados hidronio -que se representan como H3O+-. A esta concentración de iones también se le conoce como potencial de hidrógeno; de ahí el nombre de pH.
Para medir el pH de una solución, por lo tanto, lo que tendremos que hacer será medir la concentración de este ion y realizar una operación matemática que consiste en calcular su logaritmo decimal, cambiándole el signo al valor numérico obtenido. Este término se usa desde principios del siglo XX, cuando fue introducido por el químico danés Sorensen, por lo cómodo que resulta el manejo de sus unidades. Y baste para simplificarlo un ejemplo. El agua pura tiene un pH de 7, que se considera un pH neutro, así como se habla de pH ácido a los inferiores a este valor y pH básico a los superiores. Pues bien, un pH de 7 quiere decir que la concentración de iones hidronio que hay en esa solución es de 0.0000001 molar. Es decir, un cero seguido de siete decimales.
En nuestra vida de a diario nos hemos acostumbrado a convivir con este término, aunque aún nos cuesta familiarizarnos con ciertos valores de pH que nos permitirían comparar y relativizar. Por ejemplo, el pH del vinagre que podemos tener en cualquiera de nuestras cocinas ronda el valor 3, mientras que el del ácido de una batería de uno de nuestros coches, vale en torno a 1. Un refresco de cola tiene un pH de entre 2 y 3, mientras que el de nuestros jugos gástricos se mueve en valores entre 1 y 2. El amoníaco tiene un pH de 11 y hablamos de lluvia ácida cuando el valor de su pH baja de 5.
En términos puramente químicos podemos decir que una de las diferencias más importantes entre el vino y el vinagre es el pH al que se encuentran, aunque esto sería reducir demasiado una cuestión que lleva acompañándonos desde el principio de la civilización.
miércoles, 22 de julio de 2009
150 AÑOS DE EVOLUCIÓN Y SELECCIÓN NATURAL
En 1.828, con tan sólo diecinueve años, Charles Darwin llegó a Cambridge con la idea de obtener un grado en letras. Pero allí conocería al profesor de botánica John Stevens Henslow, que iba a cambiar el rumbo de su vida. Apenas cuatro años después, y visto el enorme interés que el joven Darwin mostraba por las ciencias de la naturaleza, aquel profesor le ofreció la posibilidad de embarcarse, como naturalista, en una expedición que pretendía cartografiar la costa de América del Sur. Así fue como comenzó su gran viaje a bordo del Beagle, en el que comenzó a gestarse una de las más grandes teorías científicas habidas jamás, la de la Evolución.
En el lenguaje ordinario, una teoría hace referencia a un conocimiento especulativo. Es decir, cuando no se está seguro de por qué sucede algo, tendemos a elaborar razonamientos que suelen carecer de rigor experimental. En ciencia, por el contrario, llamamos teoría al conjunto de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos. La redacción de una teoría sigue un riguroso proceso conocido como método científico, en el que la observación, la experimentación, la elaboración de hipótesis y la comprobación se encargan de desechar todas aquellas propuestas que no se ajustan al proceso observado. Así, conocemos la teoría de Gravitación Universal o la teoría de la Relatividad, cuya veracidad está fuera de toda duda. Pero diferentes cuestiones han hecho a lo largo de la historia que la teoría de la Evolución no sea aceptada por toda la sociedad. Y es que los prejuicios religiosos o la mera ignorancia son a veces un lastre demasiado pesado para seguir creciendo en el conocimiento.
La evolución es un hecho y así lo podemos constatar casi a diario. Las bacterias evolucionan pudiendo así escapar al efecto de determinados antibióticos creando resistencias. Los virus evolucionan de una manera asombrosamente rápida, como es el caso del de la gripe, haciendo que tengamos la necesidad de generar vacunas nuevas cada temporada. Y también evolucionan los gusanos, las moscas y todos los parásitos que atacan a los cultivos agrícolas y que consiguen hacerse fuertes frente a los insecticidas. El problema es que en organismos más complejos, como es el caso de los humanos, la evolución no es observable en un período corto de tiempo. Para comprobar cómo ha cambiado el volumen de nuestro cráneo o cómo ha evolucionado nuestra laringe para poder adquirir el habla, sería necesario remontarse a muchas generaciones atrás y esto no es tan sencillo como en el caso de las bacterias o los virus.
En 1.859 Darwin publicó su gran obra: el origen de las especies. El libro suscitó tal interés que el mismo día que salió a la venta, los 1.250 ejemplares de la primera edición ya estaban vendidos. En éste, propuso dos grandes teorías. Por un lado habló del origen común de la vida en la tierra, aportando para ello un gran número de evidencias que en su conjunto conducen a la teoría de la Evolución; y por otro, estableció el mecanismo por el que la evolución actúa: la Selección Natural.
Darwin llamó Selección Natural al fenómeno mediante el que se produce la conservación de las características que favorecen la supervivencia de una especie y la destrucción de las que son perjudiciales. Y esto es un hecho. En todo ecosistema se establecen luchas por la supervivencia, de manera que al final siempre consiguen reproducirse los individuos que poseen algún elemento que los favorece y que, en definitiva, son naturalmente seleccionados. Algunos de estos elementos diferenciales entre individuos se producen de manera aleatoria entre los descendientes de un organismo y llegan a ser heredables. Este es el caso de las mutaciones, que constituyen así una importante fuente de variabilidad y que, a la larga, contribuyen a que se dé la evolución de las especies.
Con la teoría de la selección natural la ciencia fue capaz de explicar de una manera satisfactoria algunos aspectos del mundo biológico que hasta ese momento se sustentaban en creencias sobrenaturales y divinas. Muchos científicos consideran que esta teoría marcó el punto de partida para la etapa moderna de una disciplina, como la biología, que se convertía así en una auténtica ciencia.
En el origen de las especies el autor no quiso tratar la cuestión del origen del hombre por estar el tema “tan rodeado de prejuicios”. Hoy, ciento cincuenta años después, la ciencia ha ganado mucho espacio a la superstición y a ello han contribuido de una manera muy importante personajes como Darwin.
En el lenguaje ordinario, una teoría hace referencia a un conocimiento especulativo. Es decir, cuando no se está seguro de por qué sucede algo, tendemos a elaborar razonamientos que suelen carecer de rigor experimental. En ciencia, por el contrario, llamamos teoría al conjunto de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos. La redacción de una teoría sigue un riguroso proceso conocido como método científico, en el que la observación, la experimentación, la elaboración de hipótesis y la comprobación se encargan de desechar todas aquellas propuestas que no se ajustan al proceso observado. Así, conocemos la teoría de Gravitación Universal o la teoría de la Relatividad, cuya veracidad está fuera de toda duda. Pero diferentes cuestiones han hecho a lo largo de la historia que la teoría de la Evolución no sea aceptada por toda la sociedad. Y es que los prejuicios religiosos o la mera ignorancia son a veces un lastre demasiado pesado para seguir creciendo en el conocimiento.
La evolución es un hecho y así lo podemos constatar casi a diario. Las bacterias evolucionan pudiendo así escapar al efecto de determinados antibióticos creando resistencias. Los virus evolucionan de una manera asombrosamente rápida, como es el caso del de la gripe, haciendo que tengamos la necesidad de generar vacunas nuevas cada temporada. Y también evolucionan los gusanos, las moscas y todos los parásitos que atacan a los cultivos agrícolas y que consiguen hacerse fuertes frente a los insecticidas. El problema es que en organismos más complejos, como es el caso de los humanos, la evolución no es observable en un período corto de tiempo. Para comprobar cómo ha cambiado el volumen de nuestro cráneo o cómo ha evolucionado nuestra laringe para poder adquirir el habla, sería necesario remontarse a muchas generaciones atrás y esto no es tan sencillo como en el caso de las bacterias o los virus.
En 1.859 Darwin publicó su gran obra: el origen de las especies. El libro suscitó tal interés que el mismo día que salió a la venta, los 1.250 ejemplares de la primera edición ya estaban vendidos. En éste, propuso dos grandes teorías. Por un lado habló del origen común de la vida en la tierra, aportando para ello un gran número de evidencias que en su conjunto conducen a la teoría de la Evolución; y por otro, estableció el mecanismo por el que la evolución actúa: la Selección Natural.
Darwin llamó Selección Natural al fenómeno mediante el que se produce la conservación de las características que favorecen la supervivencia de una especie y la destrucción de las que son perjudiciales. Y esto es un hecho. En todo ecosistema se establecen luchas por la supervivencia, de manera que al final siempre consiguen reproducirse los individuos que poseen algún elemento que los favorece y que, en definitiva, son naturalmente seleccionados. Algunos de estos elementos diferenciales entre individuos se producen de manera aleatoria entre los descendientes de un organismo y llegan a ser heredables. Este es el caso de las mutaciones, que constituyen así una importante fuente de variabilidad y que, a la larga, contribuyen a que se dé la evolución de las especies.
Con la teoría de la selección natural la ciencia fue capaz de explicar de una manera satisfactoria algunos aspectos del mundo biológico que hasta ese momento se sustentaban en creencias sobrenaturales y divinas. Muchos científicos consideran que esta teoría marcó el punto de partida para la etapa moderna de una disciplina, como la biología, que se convertía así en una auténtica ciencia.
En el origen de las especies el autor no quiso tratar la cuestión del origen del hombre por estar el tema “tan rodeado de prejuicios”. Hoy, ciento cincuenta años después, la ciencia ha ganado mucho espacio a la superstición y a ello han contribuido de una manera muy importante personajes como Darwin.
viernes, 26 de junio de 2009
BOCIO EN LA CAPILLA SIXTINA
Decía el genial y polifacético Miguel Ángel que las almas no tienen sastre que las vistan. Y es que cuando tuvo que pintar un mural en el que se iba a convertir en el altar más bello de la cristiandad, el de la Capilla Sixtina, el pintor no tuvo la menor duda a la hora de representar a todos los personajes desnudos. El Renacimiento hacía ya varias décadas que había eliminado las vestiduras de las figuras y El Juicio Final no iba a ser una excepción. Pero no todo el mundo lo veía con buenos ojos. No fueron pocos los cardenales que levantaron la voz en contra de semejante indecencia y especialmente beligerante se mostró el maestro de ceremonias Biagio de Cesana.
Ante tal muestra de desacuerdo, el Papa de la época, Pablo III, mandó a un par de los discípulos de Miguel Ángel –debido a la negativa de éste- a que trazaran velos a lo largo del cuadro que taparan los genitales más a la vista, especialmente en el caso de Jesús y de su madre, la Virgen María.
El enfado de Miguel Ángel fue tremendo y se cobró por ello una tibia venganza. A las puertas del infierno, en la esquina inferior derecha del mural, dibujó un personaje con una nariz enorme, pelo blanco y orejas de burro, con una serpiente que se enroscaba a su cuerpo y que representaba el destino que el pintor le deseaba al clérigo, en cuyo rostro se identificaba a aquel personaje que había conseguido convencer al Sumo Pontífice.
Parece ser que Biagio de Cesana, al descubrirse así retratado fue en busca de Pablo III y le pidió entre sollozos que ordenara al artista que lo borrara del mural. Pero el Papa le dijo, con cierto grado de ironía, que Miguel Ángel le había dibujado a las puertas mismas del infierno, allí donde él no tenía poder ya que éste sólo llegaba hasta el purgatorio. Nulla est redemptio, le dijo. Algo así como que una vez en el infierno ya no hay redención.
Y así es como Biagio de Cesana ha llegado a nuestros días, ridiculizado por uno de los artistas más universales de la historia. Mientras tanto, si por algo destacó el papado de Pablo III, además de por ordenar la elaboración del magnífico mural a Miguel Ángel, fue por dar aprobación a la que hoy en día es la orden religiosa masculina y católica de mayor envergadura: la Compañía de Jesús. No obstante, hay otros actos atribuibles a este controvertido Papa que no son tan conocidos, pero que merecen ser destacados. Uno de ellos fue la elaboración de la conocida como bula Sublimis Deus, en la que pedía a los conquistadores del nuevo mundo que trataran a los indígenas bociosos de Latinoamérica como seres con una alma y dignos de ser convertidos al cristianismo, lo que da muestra de la relación que existía entre conquistados y conquistadores, y de los altos niveles de afectación de bocio que, en pleno siglo XVI, existía en países como Guatemala, Bolivia o Perú.
El bocio es una tumoración que se produce en el cuello, justo debajo de la laringe, debida al aumento de una glándula llamada tiroides. El correcto funcionamiento de esta glándula es fundamental para la vida ya que las hormonas que produce tienen un efecto directo en la práctica totalidad de los tejidos del organismo.
La tiroides da lugar, principalmente, a dos hormonas, llamadas tiroxina (T4) y triyodotironina (T3), en cuya formación es fundamental la presencia del yodo. La principal función de la hormona T4 es la de activar el consumo de oxígeno en las células para favorecer el metabolismo de los hidratos de carbono y de las grasas, y los niveles de ésta en sangre vienen regulados por otra hormona denominada tirotropina u hormona estimulante de la tiroides (TSH), que es secretada por la hipófisis y cuya secreción, a su vez, está controlada por una hormona llamada tiroliberina u hormona liberadora de tirotropina (TRH), producida en el hipotálamo. La otra hormona sintetizada en la tiroides es la triyodotironina, que también juega un papel importante en el metabolismo de los hidratos de carbono y las proteínas.
El hipertiroidismo es una patología producida por un exceso de hormonas T3 y T4, secretadas por la tiroides, y se caracteriza porque los pacientes presentan un bajo tono muscular asociado a pérdida de peso y fatiga, todo ello provocado por el aumento del metabolismo basal. Por el contrario, en el hipotiroidismo, muchas veces asociado con la falta de yodo, se produce un descenso en la secreción de hormonas tiroideas y se presenta con una ganancia de peso en los pacientes, asociada, muchas veces, con estados depresivos.
Una vez más, el bocio no supone, prácticamente, ningún problema en el mundo desarrollado. Aún así, una dieta desequilibrada podría hacer que eso cambiara. Y es que en alimentación y salud, casi siempre, tan malos son los defectos como los excesos.
Ante tal muestra de desacuerdo, el Papa de la época, Pablo III, mandó a un par de los discípulos de Miguel Ángel –debido a la negativa de éste- a que trazaran velos a lo largo del cuadro que taparan los genitales más a la vista, especialmente en el caso de Jesús y de su madre, la Virgen María.
El enfado de Miguel Ángel fue tremendo y se cobró por ello una tibia venganza. A las puertas del infierno, en la esquina inferior derecha del mural, dibujó un personaje con una nariz enorme, pelo blanco y orejas de burro, con una serpiente que se enroscaba a su cuerpo y que representaba el destino que el pintor le deseaba al clérigo, en cuyo rostro se identificaba a aquel personaje que había conseguido convencer al Sumo Pontífice.
Parece ser que Biagio de Cesana, al descubrirse así retratado fue en busca de Pablo III y le pidió entre sollozos que ordenara al artista que lo borrara del mural. Pero el Papa le dijo, con cierto grado de ironía, que Miguel Ángel le había dibujado a las puertas mismas del infierno, allí donde él no tenía poder ya que éste sólo llegaba hasta el purgatorio. Nulla est redemptio, le dijo. Algo así como que una vez en el infierno ya no hay redención.
Y así es como Biagio de Cesana ha llegado a nuestros días, ridiculizado por uno de los artistas más universales de la historia. Mientras tanto, si por algo destacó el papado de Pablo III, además de por ordenar la elaboración del magnífico mural a Miguel Ángel, fue por dar aprobación a la que hoy en día es la orden religiosa masculina y católica de mayor envergadura: la Compañía de Jesús. No obstante, hay otros actos atribuibles a este controvertido Papa que no son tan conocidos, pero que merecen ser destacados. Uno de ellos fue la elaboración de la conocida como bula Sublimis Deus, en la que pedía a los conquistadores del nuevo mundo que trataran a los indígenas bociosos de Latinoamérica como seres con una alma y dignos de ser convertidos al cristianismo, lo que da muestra de la relación que existía entre conquistados y conquistadores, y de los altos niveles de afectación de bocio que, en pleno siglo XVI, existía en países como Guatemala, Bolivia o Perú.
El bocio es una tumoración que se produce en el cuello, justo debajo de la laringe, debida al aumento de una glándula llamada tiroides. El correcto funcionamiento de esta glándula es fundamental para la vida ya que las hormonas que produce tienen un efecto directo en la práctica totalidad de los tejidos del organismo.
La tiroides da lugar, principalmente, a dos hormonas, llamadas tiroxina (T4) y triyodotironina (T3), en cuya formación es fundamental la presencia del yodo. La principal función de la hormona T4 es la de activar el consumo de oxígeno en las células para favorecer el metabolismo de los hidratos de carbono y de las grasas, y los niveles de ésta en sangre vienen regulados por otra hormona denominada tirotropina u hormona estimulante de la tiroides (TSH), que es secretada por la hipófisis y cuya secreción, a su vez, está controlada por una hormona llamada tiroliberina u hormona liberadora de tirotropina (TRH), producida en el hipotálamo. La otra hormona sintetizada en la tiroides es la triyodotironina, que también juega un papel importante en el metabolismo de los hidratos de carbono y las proteínas.
El hipertiroidismo es una patología producida por un exceso de hormonas T3 y T4, secretadas por la tiroides, y se caracteriza porque los pacientes presentan un bajo tono muscular asociado a pérdida de peso y fatiga, todo ello provocado por el aumento del metabolismo basal. Por el contrario, en el hipotiroidismo, muchas veces asociado con la falta de yodo, se produce un descenso en la secreción de hormonas tiroideas y se presenta con una ganancia de peso en los pacientes, asociada, muchas veces, con estados depresivos.
Una vez más, el bocio no supone, prácticamente, ningún problema en el mundo desarrollado. Aún así, una dieta desequilibrada podría hacer que eso cambiara. Y es que en alimentación y salud, casi siempre, tan malos son los defectos como los excesos.
lunes, 8 de junio de 2009
¿NEWTON O EINSTEIN...? TODO ES RELATIVO
(Podrás encontrar explicaciones a ésta y otras cuestiones en mi canal de youtube Un paseo con Darwin)
Entre principios del siglo XVI y principios del XVIII se produjo uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia y que dio lugar al mundo moderno tal y como hoy lo entendemos. Se trata de la Revolución Científica, que se inaugura con Copérnico y su teoría heliocéntrica del sistema solar y finaliza con el que es considerado como el científico más grande de todos los tiempos: Newton.
Isaac Newton nació en Inglaterra y su gran aportación la hizo en el campo de la física, estableciendo las bases de la mecánica clásica mediante las leyes que llevan su nombre y el descubrimiento de la ley de gravitación universal. En 1.687 publicó una obra científica donde exponía sus descubrimientos, que aún es considerada la más importante jamás publicada y que sigue teniendo una vigencia incuestionable en sistemas macroscópicos y que se mueven a velocidades alejadas de la de la luz. Y es que, si hay un científico que trescientos años después ha conseguido hacer sombra a la genialidad de Newton ese ha sido Albert Einstein y fue precisamente su Teoría de la Relatividad la que demostró que la física de Newton carecía de valor cuando el cuerpo estudiado se mueve con velocidad próxima a la de la luz.
Para la mecánica clásica, si un observador parado en el andén de una estación de ferrocarril ve pasar un tren a cien kilómetros por hora y dentro de uno de sus vagones un pasajero lanzara una pelota hacia delante a cincuenta kilómetros por hora, este observador vería que la pelota se desplaza a ciento cincuenta kilómetros por hora. Es decir, para calcular la velocidad total de la pelota, basta con sumar las velocidades de ésta con respecto al vagón y del tren con respecto al observador. Hasta principios del siglo XX esto era así siempre, pero la aparición de la Teoría de la Relatividad desmontó una de las ideas más firmemente asentadas en física.
Supongamos ahora que ese tren se moviera a cien mil kilómetros por segundo y que el pasajero imaginario, en vez de lanzar una pelota hacia delante, enciende una linterna que emite un haz de luz, que se mueve a trescientos mil kilómetros por segundo. Según la mecánica clásica, la luz se desplazaría con respecto al observador del andén a cuatrocientos mil kilómetros por segundo, pero no es así, y es que la luz se propaga siempre a la misma velocidad, independientemente de cuál sea el sistema de referencias que usemos para medirla. Es decir, el haz de luz estará viajando a trescientos mil kilómetros por segundo, tanto para el viajero como para el observador del andén.
Esta idea puede llegar a resultar chocante y es que, si la luz viaja a la misma velocidad para los dos, en un tiempo determinado ésta debe recorrer un mismo espacio, y podríamos pensar que esto no es así ya que “vemos” que en ese tiempo la luz recorre más espacio cuando viaja dentro del tren. Lo que en realidad está pasando, y ésta es la gran aportación de la Teoría de Einstein, es que la percepción del espacio y del tiempo es diferente para cada uno de los observadores. Es decir, la medida del espacio y del tiempo es relativa al observador.
Una de las consecuencias más importantes de esta teoría es que el tiempo se hace cada vez más lento para un objeto que viaja a una velocidad próxima a la de la luz. Otra consecuencia es que la geometría del espacio-tiempo se ve afectada por la presencia de materia. Supongamos que viviéramos en un universo plano, en un folio. Y que este folio estuviera divido en cuadrículas iguales. Supongamos también que nos movemos a una velocidad constante y que llegar desde una cuadrícula a otra nos llevara un minuto. Ahora imaginemos que ponemos un objeto en ese folio y que éste cede como la red que recibe a un trapecista. Como el folio cuadriculado que hemos supuesto es elástico, se deformará tanto más cuanto más cerca se encuentre del lugar donde hemos colocado el objeto, de manera que para seguir tardando un minuto en llegar desde una cuadrícula a otra, ahora deberíamos movernos más rápido y esta velocidad estará más acelerada cuanto más cerca estemos del objeto. Pues bien, eso es exactamente la gravedad para la Teoría de la Relatividad, una fuerza ficticia que se origina por una simple deformación del espacio tiempo debido a la presencia de materia.
A pesar de todo lo anterior, la aparición de la Teoría de la Relatividad no vino a desmontar a la Mecánica Clásica. Lo único que Einstein hizo fue elaborar una descripción de la naturaleza que resultaba, en determinadas condiciones, más precisa que la de Newton. Es probable que en unos años aparezca un nuevo científico que halle una mejor. Aún así, la naturaleza seguirá comportándose igual y cada nueva teoría simplemente conseguirá acercarnos a su infinita complejidad.
Entre principios del siglo XVI y principios del XVIII se produjo uno de los acontecimientos más trascendentes de la historia y que dio lugar al mundo moderno tal y como hoy lo entendemos. Se trata de la Revolución Científica, que se inaugura con Copérnico y su teoría heliocéntrica del sistema solar y finaliza con el que es considerado como el científico más grande de todos los tiempos: Newton.
Isaac Newton nació en Inglaterra y su gran aportación la hizo en el campo de la física, estableciendo las bases de la mecánica clásica mediante las leyes que llevan su nombre y el descubrimiento de la ley de gravitación universal. En 1.687 publicó una obra científica donde exponía sus descubrimientos, que aún es considerada la más importante jamás publicada y que sigue teniendo una vigencia incuestionable en sistemas macroscópicos y que se mueven a velocidades alejadas de la de la luz. Y es que, si hay un científico que trescientos años después ha conseguido hacer sombra a la genialidad de Newton ese ha sido Albert Einstein y fue precisamente su Teoría de la Relatividad la que demostró que la física de Newton carecía de valor cuando el cuerpo estudiado se mueve con velocidad próxima a la de la luz.
Para la mecánica clásica, si un observador parado en el andén de una estación de ferrocarril ve pasar un tren a cien kilómetros por hora y dentro de uno de sus vagones un pasajero lanzara una pelota hacia delante a cincuenta kilómetros por hora, este observador vería que la pelota se desplaza a ciento cincuenta kilómetros por hora. Es decir, para calcular la velocidad total de la pelota, basta con sumar las velocidades de ésta con respecto al vagón y del tren con respecto al observador. Hasta principios del siglo XX esto era así siempre, pero la aparición de la Teoría de la Relatividad desmontó una de las ideas más firmemente asentadas en física.
Supongamos ahora que ese tren se moviera a cien mil kilómetros por segundo y que el pasajero imaginario, en vez de lanzar una pelota hacia delante, enciende una linterna que emite un haz de luz, que se mueve a trescientos mil kilómetros por segundo. Según la mecánica clásica, la luz se desplazaría con respecto al observador del andén a cuatrocientos mil kilómetros por segundo, pero no es así, y es que la luz se propaga siempre a la misma velocidad, independientemente de cuál sea el sistema de referencias que usemos para medirla. Es decir, el haz de luz estará viajando a trescientos mil kilómetros por segundo, tanto para el viajero como para el observador del andén.
Esta idea puede llegar a resultar chocante y es que, si la luz viaja a la misma velocidad para los dos, en un tiempo determinado ésta debe recorrer un mismo espacio, y podríamos pensar que esto no es así ya que “vemos” que en ese tiempo la luz recorre más espacio cuando viaja dentro del tren. Lo que en realidad está pasando, y ésta es la gran aportación de la Teoría de Einstein, es que la percepción del espacio y del tiempo es diferente para cada uno de los observadores. Es decir, la medida del espacio y del tiempo es relativa al observador.
Una de las consecuencias más importantes de esta teoría es que el tiempo se hace cada vez más lento para un objeto que viaja a una velocidad próxima a la de la luz. Otra consecuencia es que la geometría del espacio-tiempo se ve afectada por la presencia de materia. Supongamos que viviéramos en un universo plano, en un folio. Y que este folio estuviera divido en cuadrículas iguales. Supongamos también que nos movemos a una velocidad constante y que llegar desde una cuadrícula a otra nos llevara un minuto. Ahora imaginemos que ponemos un objeto en ese folio y que éste cede como la red que recibe a un trapecista. Como el folio cuadriculado que hemos supuesto es elástico, se deformará tanto más cuanto más cerca se encuentre del lugar donde hemos colocado el objeto, de manera que para seguir tardando un minuto en llegar desde una cuadrícula a otra, ahora deberíamos movernos más rápido y esta velocidad estará más acelerada cuanto más cerca estemos del objeto. Pues bien, eso es exactamente la gravedad para la Teoría de la Relatividad, una fuerza ficticia que se origina por una simple deformación del espacio tiempo debido a la presencia de materia.
A pesar de todo lo anterior, la aparición de la Teoría de la Relatividad no vino a desmontar a la Mecánica Clásica. Lo único que Einstein hizo fue elaborar una descripción de la naturaleza que resultaba, en determinadas condiciones, más precisa que la de Newton. Es probable que en unos años aparezca un nuevo científico que halle una mejor. Aún así, la naturaleza seguirá comportándose igual y cada nueva teoría simplemente conseguirá acercarnos a su infinita complejidad.
martes, 26 de mayo de 2009
ÁNGEL GONZÁLEZ
"González era un Ángel menos dos alas, González era un santo por lo civil". Así empieza la canción homenaje a Ángel González que Joaquín Sabina ha escrito junto al poeta Benjamín Prado y que aparecerá en su nuevo disco, que sale en noviembre y que aún no tiene nombre (aunque al músico le gusta mucho "Vinagre y rosas").
Puedes pinchar aquí para escuchar la canción
http://www.youtube.com/watch?v=WFPvw9_AyKs&feature=channel_page
Ángel González nació en Oviedo en 1925 y murió en Madrid hace algo más de un año -en enero de 2008-. Perteneció a la Generación de los 50 y de él siempre se ha dicho que fue un reaccionario. El amor, el mundo de a pie y el paso del tiempo son los tres grandes pilares sobre los que construyó su poesía, lúcida y transparente.
EL OTOÑO SE ACERCA
(Angel González)
El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
.
Y lo perdimos para siempre.
Puedes pinchar aquí para escuchar la canción
http://www.youtube.com/watch?v=WFPvw9_AyKs&feature=channel_page
Ángel González nació en Oviedo en 1925 y murió en Madrid hace algo más de un año -en enero de 2008-. Perteneció a la Generación de los 50 y de él siempre se ha dicho que fue un reaccionario. El amor, el mundo de a pie y el paso del tiempo son los tres grandes pilares sobre los que construyó su poesía, lúcida y transparente.
EL OTOÑO SE ACERCA
(Angel González)
El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
.
Y lo perdimos para siempre.
martes, 5 de mayo de 2009
GRIPE A (H1N1)
En 1.914 el ejército español se encontraba realmente debilitado. Por un lado, aún no se había recuperado de las consecuencias que trajo consigo la guerra de Cuba, a finales del siglo XIX, y por otro, 50.000 soldados españoles se encontraban ejerciendo el protectorado de Marruecos, por lo que, con el comienzo de la I Guerra Mundial, el gobierno no tuvo más remedio que declararse neutral durante todo el conflicto. Una de las primeras víctimas de toda guerra es la verdad, así que con su pretendida neutralidad, España consiguió ser uno de los pocos países que dio cobertura a una epidemia que se estaba produciendo en ese momento y que estaba cobrando un carácter histórico. Mientras los países implicados en la I Guerra Mundial usaban sus medios de comunicación como elementos de propaganda o para tratar de animar a la población, los medios de comunicación españoles informaban de la mayor epidemia de gripe que el mundo había conocido. Por este motivo, aquélla fue conocida como gripe española, aunque se originó en los Estados Unidos, y tuvo como consecuencia el fallecimiento de entre treinta y cien millones de personas en todo el mundo.
En estos días, según la OMS (Organización Mundial de la Salud) una pandemia -epidemia a nivel mundial- de gripe está a punto de producirse y es inevitable que el recuerdo acuda a la gripe española, aunque muy difícilmente las consecuencias van a ser ni parecidas. La situación de los actuales sistemas sanitarios, la ausencia de conflictos bélicos a escala mundial y la coordinación a nivel global de las autoridades competentes en materia sanitaria hacen que el control de la situación nos permita ser optimistas.
El actual brote de gripe, que es provocado por el denominado por la OMS como virus de la gripe A (H1N1) desde el pasado 30 de Abril, se detectó en México a mediados del mes de marzo y en apenas un mes y medio se ha extendido a una veintena de países en los que se han confirmado más de 1.300 casos. Apenas diez días después de declararse la enfermedad, la OMS activó el nivel de alerta cinco o de pandemia inminente, algo que ha causado gran alarma social, pero que por sí mismo no informa sobre la gravedad de la enfermedad, sino solamente de su grado de expansión.
El virus de la gripe pertenece a la familia conocida como Orthomyxoviridae, que se caracteriza por poseer ARN como material genético y no ADN –al igual que otros virus como el de la leucemia T humana o el del SIDA-. Este hecho hace que este tipo de virus presente tasas de mutación mucho más altas que los virus ADN ya que carecen de una enzima que detecta y corrige errores en el material genético y que se llama ADN polimerasa. Por eso, aunque una de las características más importantes de nuestro sistema inmune es la memoria, es necesario vacunarse cada año contra la gripe. Y es que los virus que circulan varían, debido en parte a esta alta tasa de mutación y en parte a un proceso llamado recombinación, mediante el cual dos virus diferentes pueden intercambiar material genético para dar lugar a un tercer virus distinto que nuestro sistema inmune no sería capaz de reconocer aunque estuviera vacunado frente a los otros dos.
La terminología que la OMS utiliza para referirse a una cepa concreta de un virus hace referencia a las dos proteínas de la membrana de éste como son la hemaglutinina y la neuraminidasa. Así, para el actual brote de gripe A, se dice que el virus que la causa es del tipo H1N1, lo que quiere decir que de todas las formas en las que tanto una como otra proteína pueden encontrarse, las que se hayan en esta cepa son las de tipo 1 para ambas. En cuanto a la función que estas proteínas juegan en el virus, la hemaglutinina resulta determinante a la hora de unir el virus a la célula infectada mientras que la neuraminidasa lo es cuando se trata de facilitar la propagación de los viriones que salen de la célula infectada para atacar a células sanas.
Según las autoridades sanitarias el origen de este virus hay que buscarlo en una recombinación genética que se ha dado entre distintos virus, unos de origen aviar, otros de origen porcino y otros de origen humano. Por este motivo, han decidido dejar de llamar a este brote “gripe porcina”, ya que sería igual de inexacto que llamarla gripe aviar o gripe humana. Además, el hecho de asociar al cerdo con el origen de la enfermedad ha provocado ya un daño injustificado al consumo alimentario de la carne de este animal. Y es que está demostrado, que incluso comiendo carne de cerdo infectado no se podría transmitir el virus causante de la enfermedad ya que éste no resiste las temperaturas usadas al cocinar. No obstante, una vez más, la superstición y el miedo juegan en contra de la opinión de la ciencia.
En estos días, según la OMS (Organización Mundial de la Salud) una pandemia -epidemia a nivel mundial- de gripe está a punto de producirse y es inevitable que el recuerdo acuda a la gripe española, aunque muy difícilmente las consecuencias van a ser ni parecidas. La situación de los actuales sistemas sanitarios, la ausencia de conflictos bélicos a escala mundial y la coordinación a nivel global de las autoridades competentes en materia sanitaria hacen que el control de la situación nos permita ser optimistas.
El actual brote de gripe, que es provocado por el denominado por la OMS como virus de la gripe A (H1N1) desde el pasado 30 de Abril, se detectó en México a mediados del mes de marzo y en apenas un mes y medio se ha extendido a una veintena de países en los que se han confirmado más de 1.300 casos. Apenas diez días después de declararse la enfermedad, la OMS activó el nivel de alerta cinco o de pandemia inminente, algo que ha causado gran alarma social, pero que por sí mismo no informa sobre la gravedad de la enfermedad, sino solamente de su grado de expansión.
El virus de la gripe pertenece a la familia conocida como Orthomyxoviridae, que se caracteriza por poseer ARN como material genético y no ADN –al igual que otros virus como el de la leucemia T humana o el del SIDA-. Este hecho hace que este tipo de virus presente tasas de mutación mucho más altas que los virus ADN ya que carecen de una enzima que detecta y corrige errores en el material genético y que se llama ADN polimerasa. Por eso, aunque una de las características más importantes de nuestro sistema inmune es la memoria, es necesario vacunarse cada año contra la gripe. Y es que los virus que circulan varían, debido en parte a esta alta tasa de mutación y en parte a un proceso llamado recombinación, mediante el cual dos virus diferentes pueden intercambiar material genético para dar lugar a un tercer virus distinto que nuestro sistema inmune no sería capaz de reconocer aunque estuviera vacunado frente a los otros dos.
La terminología que la OMS utiliza para referirse a una cepa concreta de un virus hace referencia a las dos proteínas de la membrana de éste como son la hemaglutinina y la neuraminidasa. Así, para el actual brote de gripe A, se dice que el virus que la causa es del tipo H1N1, lo que quiere decir que de todas las formas en las que tanto una como otra proteína pueden encontrarse, las que se hayan en esta cepa son las de tipo 1 para ambas. En cuanto a la función que estas proteínas juegan en el virus, la hemaglutinina resulta determinante a la hora de unir el virus a la célula infectada mientras que la neuraminidasa lo es cuando se trata de facilitar la propagación de los viriones que salen de la célula infectada para atacar a células sanas.
Según las autoridades sanitarias el origen de este virus hay que buscarlo en una recombinación genética que se ha dado entre distintos virus, unos de origen aviar, otros de origen porcino y otros de origen humano. Por este motivo, han decidido dejar de llamar a este brote “gripe porcina”, ya que sería igual de inexacto que llamarla gripe aviar o gripe humana. Además, el hecho de asociar al cerdo con el origen de la enfermedad ha provocado ya un daño injustificado al consumo alimentario de la carne de este animal. Y es que está demostrado, que incluso comiendo carne de cerdo infectado no se podría transmitir el virus causante de la enfermedad ya que éste no resiste las temperaturas usadas al cocinar. No obstante, una vez más, la superstición y el miedo juegan en contra de la opinión de la ciencia.
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