sábado, 1 de junio de 2019

REVISTAS CIENTÍFICAS


En investigación científica, lo que no se publica no existe. Y lo que no existe no es. La regla es sencilla, y puede concretarse en una frase habitualmente utilizada que resulta tan perversa como cruel: Publish or perish. Publicar o morir. La carrera de un científico la sujetan sus publicaciones, y el propio avance de la Ciencia es conducido por lo que se publica en ella.
Pero no todo vale. No todo puede –o debe– publicarse, y todo lo que se publica es valorado de un modo distinto dependiendo de cuál sea el medio en el que se hace. Del mismo modo que no es lo mismo jugar en el Real Madrid que en el equipo del barrio, no es lo mismo publicar en una revista o en otra. El problema es que no existe un espacio como la Liga de fútbol, en la que las revistas midan su competitividad. Pero eso no quiere decir que no exista un ranking para las revistas científicas. Existe. Y ese ranking viene establecido por un parámetro llamado Factor de Impacto. Sin profundizar en su cálculo, este parámetro nos da información sobre el número medio de citas que reciben los artículos publicados en un intervalo de tiempo determinado, por una revista concreta. Porque más importante aún que publicar es ser leído. Si un investigador publicara a lo largo de su vida un gran número de artículos científicos, pero no consigue que ninguno de sus colegas lo cite, la relevancia de su trabajo habrá sido nula. Por ese motivo, las grandes revistas siempre persiguen publicar a los autores y los artículos que previsiblemente van a tener un mayor número de citas, mientras que los buenos autores persiguen publicar sus mejores artículos en las revistas con mayor Factor de Impacto.
En la actualidad existen miles de revistas en las que los científicos del mundo publican sus más de dos millones de artículos anuales. Pero si preguntáramos a pie de calle, la práctica totalidad de esas revistas serían completamente desconocidas para la mayoría de nuestros vecinos. Creo que sólo habría dos de ellas mayoritariamente conocidas: Science y Nature. Y es que, no en vano, éstas son dos de las revistas de mayor Factor de Impacto, repercusión social y tradición científica que existen. En estas revistas se han publicado la mayoría de los hallazgos más notables de los últimos ciento cincuenta años. Y hasta los rankings de Universidades utilizan como elementos a valorar los artículos publicados en ellas.
En estos días se ha publicado en Nature un artículo cuyo principal trabajo se ha desarrollado en Almería. Se trata del descubrimiento de un planeta que orbita en torno a una estrella que ocupa el lugar central de un sistema estelar relativamente cercano. Independientemente de la repercusión que esto tenga en nuestro día a día, a nadie se le escapa la gran importancia que la Ciencia le concede al descubrimiento. Y eso es bueno. Porque la Ciencia también crece en este Sur. También hay Ciencia en la Ciudad Celeste.

EL OLVIDADO MENDEL


A la edad de 27 años, el sacerdote Gregorio Mendel intentó acceder al cuerpo de profesores de la Universidad de Viena, pero suspendió el examen que lo habilitaba para ello. En ese momento, pudo haber decidido abandonar el camino de la enseñanza para dedicarse por entero a los menesteres reservados a los frailes agustinos, pero en lugar de eso decidió no arrojar la toalla. En vez de elegir el camino más cómodo, prefirió matricularse en la Universidad Imperial de Viena para estudiar Física, Química, Botánica y Matemáticas. No tardó mucho en destacar, y apenas dos años después era él mismo quien se encontraba dando clases a los demás. Pero no sería este hecho el que le haría pasar a la historia. Lo que inmortalizó al padre agustino Mendel fueron sus ensayos con unos guisantes para elaborar una serie de Leyes Fundamentales sobre la transmisión de la herencia genética.
En realidad, inicialmente Mendel no las llamó así. Él nunca pretendió establecer unas de las reglas más importantes en la historia de la Ciencia. Es más, Mendel llegó a morir sin ser verdaderamente consciente de la importancia de sus descubrimientos. Él lo único que pretendió fue llevar a cabo un pequeño estudio sobre la hibridación de plantas. De hecho, fue así como presentó sus resultados en una reunión que tuvo lugar a principios del año 1865 en la Sociedad de Historia Natural de Brno, y en los que la repercusión de estos experimentos no fue excesivamente notoria.
Tuvieron que pasar más de tres décadas, con Mendel ya fallecido, hasta que otros científicos volvieran a sus ensayos para universalizar sus resultados. Hoy en día sí que somos conscientes de la importancia capital que tienen las tres Leyes de Mendel, y reconocemos a este científico como uno de los más importantes de nuestra historia. Porque la sencillez de sus resultados alumbraron al mundo el nacimiento de una nueva ciencia que estaba gestándose: la Genética. Y es que, en efecto, como otras muchas grandes Leyes de la Ciencia, las de Mendel son sencillas en esencia. Lo que vienen a decir, básicamente, es que, por un lado, la herencia es transmitida desde una generación a la siguiente por elementos discretos, que son los genes; y, por otro lado, que las reglas matemáticas que rige esta herencia son muy claras y simples.
Mendel no fue capaz de predecir el impacto de sus hallazgos. Por suerte, la Ciencia casi siempre acaba otorgando a cada uno el lugar que le corresponde, aunque sea a destiempo.

miércoles, 2 de marzo de 2016

ESCUCHANDO AL UNIVERSO


Desde que el hombre comenzó a tener conciencia del día y la noche, y entendió que ambos fenómenos estaban estrechamente relacionados con el movimiento de dos cuerpos que estaban fuera de la tierra, el Sol y la Luna, su interés por el Universo –las leyes que lo rigen, los elementos que lo forman, cómo se estructura, sus límites o su origen– no ha hecho sino crecer. En cierto modo, podemos afirmar que esta inquietud supone el nacimiento de una ciencia primitiva, estrechamente ligada a la filosofía. De hecho, fueron Platón, un discípulo suyo (Eudoxio de Chidos) y Aristóteles los primeros que establecieron, hace unos 2400 años, un modelo que intentaba explicar el orden que seguían los distintos cuerpos celestes que alcanzaban a ver. Por entonces sólo sabían de la existencia de Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, además del Sol y la Luna, y una bóveda inmutable de estrellas.

Aquellos primeros modelos eran muy sencillos y siempre colocaban a nuestro planeta en el centro de su limitado universo, pero sirvieron para plantar la semilla que terminaría por convertirse en una de las disciplinas científicas que a más investigadores ha ocupado y que más teorías ha elaborado: la astronomía. Tuvieron que pasar casi 2000 años desde aquellos primeros modelos hasta que un monje polaco llamado Nicolás Copérnico estableciera un sistema cosmológico con el Sol ocupando la posición central. Esta teoría, aunque más acorde con la realidad que la anterior, propuesta por el modelo geocéntrico, tardó un tiempo en establecerse debido al revuelo que produjo y la enérgica respuesta en contra que obtuvo de las autoridades religiosas y civiles de la época. Y tanto fue así que algunos de sus defensores, como Galileo, fueron encarcelados y obligados a negarla, y otros, como Giordano Bruno, fueron quemados en la hoguera por herejes.
 
 

Pero la mecha ya estaba encendida y fue sólo cuestión de tiempo hasta que Kepler mejorara aquella primera teoría de Copérnico y estableciera una serie de leyes que tienen vigencia incluso hoy. El modelo terminó por asentarse y la siguiente cuestión era definir el motivo por el que los astros se movían tal y como lo hacían. Es decir, había que determinar qué fuerza era la que motivaba la trayectoria de los cuerpos celestes. Y fue Newton quien, a finales del Siglo XVII, presentó la Ley de Gravitación Universal, que venía a decir que dos cuerpos con masa determinada se veían atraídos el uno por el otro y que esa atracción era mayor cuanto más cerca estuvieran dichos cuerpos.

Isaac Newton es considerado uno de los científicos más sobresalientes en la historia del hombre. Estableció leyes matemáticas, propuso modelos físicos acertados con validez actual, descubrió el espectro de la luz visible, fue un pionero en el estudio de fluidos, construyó uno de los primeros telescopios y formuló las leyes de la dinámica que llevan su nombre. Un hombre genial que dio respuesta a cuantos problemas de índole físico y matemático fue capaz de observar. Sin embargo, hay sistemas en los que las leyes propuestas por el científico inglés dejan de tener validez. Esto es así, por ejemplo, en partículas tan pequeñas que ni siquiera pueden observarse con un microscopio convencional, en cuerpos de masa enorme o en aquellos que viajan a velocidades cercanas a las de la luz. Para salvar la primera de estas excepciones nació la física cuántica, mientras que para sortear las otras dos fue formulada la Teoría de la Relatividad General, hace ahora cien años, por otro genio como fue Albert Einstein.

Uno de los conceptos más novedosos que introduce esta nueva teoría es el conocido como curvatura del espacio-tiempo. Para entender a qué se refiere esta nueva idea, podemos pensar que para las teorías de Newton el espacio podía representarse como un trozo de tela extendido tensamente y sujetado por sus equinas por dos personas. Si sobre ese trozo de tela dispusiéramos varios granos de sal repartidos a lo largo de toda su superficie, la tensión de la tela no se vería alterada, pero si de repente soltáramos sobre ella una bola de hierro de un par de kilos de peso, la tela se hundiría, se produciría una curvatura de la misma en los puntos próximos a donde la hemos dejado caer y los granos de sal más próximos se verían “atraídos” hacia ese punto. Para la Teoría de la Relatividad, esa atracción habría sido producida por el campo gravitatorio del elemento más pesado y la entidad física responsable de que este campo gravitatorio se transmita son las ondas gravitacionales.

El problema es que estas ondas gravitacionales son extremadamente débiles y por ese motivo, aunque Einstein había previsto su existencia, no habían sido detectadas hasta ahora. Pero hace unos años un grupo de científicos pensó que con la tecnología que contaban era posible que estuvieran preparados para llevar a cabo la “caza” de las ondas gravitacionales. Y fue así como nació un consorcio internacional llamado LIGO –formado por unos mil científicos de quince países del mundo– que ha desarrollado a lo largo de los últimos veinte años una estructura tecnológica llamada interferómetro, responsable de la famosa detección que se ha hecho pública recientemente.

En palabras de Alicia Sintes –la investigadora que dirige el grupo español perteneciente a LIGO–, “empieza una nueva era en la astronomía”. Podríamos decir que hasta el momento sólo éramos capaces de recibir información del universo por lo que veíamos de él, y que ahora, gracias a las ondas gravitacionales, hemos descubierto un nuevo sentido que nos va a permitir conocerlo mucho mejor.

 

martes, 3 de junio de 2014

AL LLEGAR ABRIL


La primavera es una estación apacible en Washington D. C. El crudo invierno, con sus tardes breves y oscuras, su gélido amanecer y la amenaza constante de la nieve, apenas se queda en un recuerdo al llegar abril. Eso fue lo que pensé al abrir los ojos y comprobar que los primeros rayos de sol se colaban tímidamente entre los huecos de la persiana inundando la habitación de una luz discontinua. Apenas había conseguido pegar ojo. Aquél iba a ser el día más importante de mi existencia y la emoción me desvelaba desde hacía una semana. Pero aun así, me levanté radiante y lleno de vida. Sentía que cada paso dado, cada peldaño escalado, me conducía irremediablemente a ese día.

Yo había llegado a la ciudad, con el bagaje de una carrera científica consolidada bajo el brazo, hacía casi dos años. Después de hacer la tesis en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, sendas estancias postdoctorales en Nueva York y Berlín, y doce años como profesor titular en la Universidad Autónoma de Madrid, sentía que el destino me conducía a donde ahora me hallaba. Y sobre todo lo pensaba en un día como aquél. Mientras caminaba en dirección al laboratorio quise acordarme de los que, de una u otra forma, me habían acompañado en el viaje. De todos aquellos que van dejando cicatrices en la memoria con el peso de su amistad o la sombra de su presencia viva, pero sobre todo me acordaba de él. No podía dejar de pensar en el día en el que entró de manera casi furtiva en el laboratorio, con su aspecto de anciano decrépito, bigote infinito y ridículo, maneras de actor de serie b y acento rancio con el que alargaba las consonantes.

            –Estoy buscando a Don Severo –dijo tan lacónico como estridente, haciendo énfasis en la ese del nombre y abriendo exageradamente los ojos.

Yo no podía creerme que lo tuviera delante de mí y no fui capaz de decir absolutamente nada. Enmudecí. Casi podría decir que me transformé en materia inanimada. Y debió de ser tan evidente que aquel hombre me concedió todo el tiempo que necesité.

            –¿Es usted Dalí? –acerté a decir al cabo de un tiempo.

            –En efecto, jovencito –replicó mientras daba un leve golpecito en el suelo con la goma del bastón que sujetaba en su mano arrugada y cubierta de venas muy azules. –¿Sería usted capaz de decirme dónde está el bueno de Don Severo? –continuó, después.

Yo le indiqué el camino y lo observé mientras recorría con un caminar pausado y torpe el pasillo que separaba el laboratorio de Biología Molecular del despacho del director. Apenas quedaba nadie en el edificio. Quizá yo tampoco hubiera estado allí si no fuera porque tenía que terminar una electroforesis de ARN. Pero sabía que Severo Ochoa se encontraba en su despacho. A pesar de su avanzada edad –ya había cumplido los setenta y cinco años–, seguía siendo el primero en llegar y el último en irse, y pude comprobar que la luz del despacho asomaba con modestia por debajo del hueco de la puerta.

Durante la media hora siguiente fui consciente de su conversación desenfadada que me llegaba como el rumor en la noche del mar ligeramente rizado. No era capaz de entender de qué hablaban, pero su tono era cordial. Imaginé que la charla animada entre aquellos dos septuagenarios se fraguaba en una amistad de años, confidencias, secretos y reproches inocuos.

Salvador Dalí y Severo Ochoa se conocieron en la Residencia de Estudiantes de Madrid, un lugar que se iba a convertir en la institución cultural más importante de la España republicana y en la que compartieron espacio con personajes de la talla intelectual de Federico García Lorca o Luís Buñuel. Desde el principio Dalí se había acercado al estudiante de medicina, y futuro Premio Nobel, al que abordaba con cuestiones en las que mezclaba ciencia y religión, siempre dispuesto a encender la mecha de una discusión que el bueno de Severo Ochoa rechazaba por norma. Su relación fue cordial y a veces animada. Pero nunca se encontró a uno entre los grandes amigos del otro. A pesar de eso, desde que el científico había decidido compaginar sus estancias en Madrid para seguir de cerca el desarrollo del centro de biología molecular que llevaba su nombre con su vida en Nueva York, todo el mundo decía que la relación entre ellos había ganado vigor.

En un momento dado noté que la puerta del despacho se abría y que el doctor Ochoa cedía el paso a su amigo, que se incorporaba al pasillo. Al llegar a donde yo me encontraba, ambos se detuvieron.

            –Javier, te quiero presentar a alguien –me dijo con su tono rotundo y calmado–. Dice que quizá ha sido un poco descortés contigo al llegar.

            –Qué va… –le excusé yo–. Si acaso, he sido yo el que no he sabido comportarme. Pero es que no me esperaba…

Dalí observaba la escena en un segundo plano, como si no fuera con él la conversación.

            –No te preocupes –me interrumpió Severo Ochoa–. Te puedo asegurar que es algo que le pasa a menudo.

Su voz y su gesto me resultaron informales, pero su amigo no debió de entenderlo igual y seguía ajeno al diálogo entre nosotros. Su porte resultaba elegante del mismo modo que lo resulta el de un animal salvaje. La forma de su mentón era angulosa a pesar de la edad, y su frente era ancha y cosida de surcos. Tenía las cejas pobladas y mal arregladas, y su mirada llegaba a intimidar. Era más delgado de lo que hubiera imaginado, olía a perfume caro y denso, y su ropa, si bien no parecía bien coordinada, sí que daba la impresión de ser cara.

            –Dalí es un apasionado de la ciencia –dijo después el profesor.

El otro, al fin, decidió intervenir:

            –Sólo de la ciencia bien hecha… Y de la que tiene que ver con la física cuántica, la fisión y la fusión nuclear y el ADN.

Severo Ochoa decidió no añadir ni un solo gesto a la frase de su amigo.

            –Cuando Watson y Crick descubriendo la estructura en forma de doble hélice de la molécula de la vida –continuó–, entendí que todo tenía sentido.

            –No empieces… –le replicó después.

Tuve la impresión, por el tono en el que habló, de que aquél era el episodio enésimo de una conversación infinita.

            ­–Salvador cree que la forma del ADN explica por sí sola la existencia de Dios.

            –Si me permite que le contradiga… –medié yo.

            –Por supuesto que no se lo permito –dijo él con tono grandilocuente sin dejarme terminar la frase.

            –No te esfuerces, Javier –terció el profesor–; ya le he dicho mil veces que si el ADN tratara de explicar algo, lo haría para precisar lo contrario. Ya no es necesaria la presencia de ningún Dios que explique el origen de la vida.

            –¡Tonterías! –exclamó Dalí, alzando un poco el tono de su voz y volviendo a exagerar el gesto abriendo mucho los ojos y echando la cabeza levemente hacia atrás.

El pintor mostraba siempre que tenía ocasión la pasión que sentía por la ciencia. Y esta pasión llegó incluso a plasmarla en varias de sus creaciones. Así, cuadros como el Paisaje de mariposas, Galacidalacidesoxyribonucleicacid o Árabes acidodesoxirribonucleicos lo ponen de manifiesto, al igual que sus dibujos en homenaje a Watson y Crick o al 70 cumpleaños de su amigo, y en ese momento mi jefe, Severo Ochoa.

Luego, justo antes de irse, Dalí me dijo algo que siempre he tenido presente y que se repetía en mi cabeza aquella mañana en Whashington, de camino al laboratorio:

            –Algún día los científicos seréis capaces de leer y de interpretar todas las letras contenidas en nuestro ADN, y entonces nos encontraremos mucho más cerca de entender el mensaje de Dios.

Nunca consideré las connotaciones teológicas de aquella frase, pero la posibilidad de leer e interpretar el material genético, es decir, de secuenciar y dar luz a la estructura primaria de nuestro ADN, se convirtió en un objetivo prioritario para mí. Por eso seguí el proyecto Genoma Humano desde sus inicios, en el año 1990, y por eso en cuanto tuve la oportunidad de unirme al grupo de Francis Collins en el instituto nacional de investigación genómica humana (NHGRI, de sus siglas en inglés) no lo dudé y pedí una excedencia en la universidad.

Y por fin había llegado el día para el que me había estado preparando. Habían pasado cincuenta años desde que Watson y Crick publicaran la primera estructura del ADN, y a nadie se le escapaba que lo redondo del aniversario no podía ser una coincidencia. Estaba previsto que el proyecto Genoma Humano arrojara los primeros datos definitivos varios años más tarde, pero aquella mañana de abril, el director del grupo en el que entonces trabajaba, Francis Collins, anunciaba que teníamos “la primera edición del libro de la vida”. Dos años después de que el primer borrador oficial del genoma humano fuera presentado por Collins –acompañado aquella vez del presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, el primer ministro británico, Tony Blair, y de Craig Venter, el responsable de la empresa privada Celera–, éste se había dilucidado por completo.

Fue durante la primera mitad del siglo XX cuando se estableció que el ADN constituía el material genético donde se encuentra la información necesaria para generar todas las estructuras que dan lugar a cada organismo y que, además, tenía carácter hereditario. Este ADN sabemos que está formado por la sucesión de cuatro unidades estructurales llamadas nucleótidos, que son moléculas orgánicas constituidas por la unión de un monosacárido llamado desoxirribosa, una base nitrogenada –adenina, guanina, timina o citosina- y un grupo fosfato. En el interior de la célula humana –así como de cualquier organismo eucariota–, el ADN se halla altamente compactado, en un subespacio llamado núcleo, dando lugar a los cromosomas, de los cuales tenemos 23 parejas. En los seres humanos, como en la totalidad de los seres vivos, el ADN no existe como una molécula individual, sino que se organiza como una doble hebra –en la que los nucleótidos de una cadena se aparean con los nucleótidos de la otra de modo que cada adenina siempre va a ir unida a una timina y cada citosina a una guanina– que se enrosca sobre sí misma formando una especie de escalera de caracol. Ahora, en pleno siglo XXI, desde la publicación del primer borrador, se sabe también que el genoma humano está formado por un total de unos 3200 millones de pares de nucleótidos.
Una vez conocida la secuencia completa de nuestro ADN, el paso siguiente era identificar, de entre toda esa sucesión de nucleótidos, qué fragmentos daban lugar a los genes. La importancia de esta identificación radica en que el gen contiene la información necesaria para la síntesis de determinadas macromoléculas con función celular específica (proteínas, ARN mensajero, etc.). Las primeras investigaciones apuntaban a un número aproximado de 90000 genes para la especie humana, pero en la actualidad, esa cifra inicial se ha visto radicalmente reducida hasta un número mucho más próximo a la realidad y que lo sitúa en unos 20500.
Otro hecho que sorprendió en cierta medida a la comunidad científica fue la gran cantidad de ADN intergénico que tradicionalmente había sido llamado ADN basura por no conocerse de forma precisa su función. Aún hoy esta función no está aclarada del todo, pero lo que sí es cierto es que el término “basura” no es el más indicado para este ADN, que supone hasta el 90% del genoma y que parece jugar un papel determinante en la regulación de la expresión de los genes.
 
Desde aquel encuentro con Salvador Dalí en el CBM no he dejado de darles vueltas a su predicción en cuanto a la capacidad de la ciencia de leer e interpretar el ADN. Hoy en día, con las técnicas modernas de secuenciación masiva, la cantidad de datos genéticos que se puede obtener en un laboratorio es tan alto que desborda a nuestra capacidad de análisis. Nuestro conocimiento sobre el ADN ha crecido de manera exponencial a la luz de los múltiples proyectos internacionales abiertos en esta línea. Pero la posibilidad de que este conocimiento dé respuesta a todo lo humano y lo divino, como auguraba el genial pintor, cada vez se ve más lejos. Como en el diálogo socrático con la pitonisa del oráculo de Delfos, la absoluta certeza no hace sino alejarse. Las aplicaciones de todo el saber devenido del estudio del ADN no han sido tan inmediatas como pudieran pensarse hace una década. Pero las posibilidades y las perspectivas que se suceden ante nuestra mirada hacen creer en un mundo mejor.
La primavera es una estación apacible en Washington D. C. Pensaba en ello de camino al laboratorio y quise acordarme de los que me habían acompañado en el viaje.

lunes, 19 de septiembre de 2011

BAJO LOS ADOQUINES, LA CIENCIA


“Bajo los adoquines, la ciencia” juega con una idea de libertad. Ahora que las reivindicaciones sociales se muestran tan presentes como necesarias y pendientes del camino que toma la “primavera árabe”, este título (prestado del mayo del 68) me parece más adecuado que cuando surgió, hace casi dos años. En aquel momento trataba de presentar a la ciencia como el adalid que exige una transformación social. Y la idea no ha cambiado; si acaso, ha ganado fuerza.

En el libro, como fragmentos de vida, se suceden algunas de las anécdotas de los personajes que han construido nuestro presente. Sus historias, salpicadas con el pincel de la ciencia, nos enseñan a situarnos en el terreno de juego que es el mundo actual. Conocer y comprender ese presente bajo la perspectiva de cada uno pasa por entender lo que estamos viviendo. Y ahí juega un papel determinante nuestro saber científico.

Después de haberle arrancado una década al siglo XXI, términos como células madre, cromosomas o ADN están perfectamente instalados en el subconsciente colectivo de la sociedad. Pero a veces su significado se enmaraña y se pierde por culpa de la superstición, la vagancia intelectual o la inmensa osadía de la ignorancia.

Así pues, en esta recopilación de artículos perfectamente ilustrados por el dibujante Juan Manuel Beltrán y prologados por el genial profesor el Doctor Juan Ramón Lacadena, el que escribe intenta –desde su modesta posición- dar luz a algunas de las dudas que la ciencia genera. Dentro de muy pocos días estará en la calle. Espero, lector, que hincarle el diente sea sólo la forma reivindicativa que tienes de enfrentarte al futuro de una forma crítica y decidida. Porque sólo el conocimiento nos hace plenamente libres.

viernes, 29 de abril de 2011

DESCANSE EN PAZ

Ya hace tres semanas que se falló el I Certamen de Novela Corta "Ciudad de Algeciras". En este, mi novela Descanse en paz se alzó como ganadora. El viernes que viene será la presentación oficial, pero por ahora ya tenemos portada del libro, de cuya edición se va a encargar la Editorial Atrapasueños, de Sevilla. El diseño de la portada corresponde a Inma Infante, y el resultado, a mi parecer, es más que satisfactorio.



Espero que a ti, lector, también te guste. Ya me contarás. También espero que su interior no te defraude. Confío en que pronto esté en la calle y que puedas leerlo.

miércoles, 10 de marzo de 2010

LOS TERREMOTOS Y EL COLOSO DE RODAS

La situación de la isla de Rodas en la antigüedad suponía un enclave privilegiado en el mar Egeo. Desde allí, el comercio con Grecia, Asia Menor y Egipto, además del control estratégico de la zona, era mucho más sencillo que desde cualquier otro lugar del Mediterráneo. Por eso, diferentes pueblos, como el macedonio, trataron de hacerse con el control de la isla. Pero ésta fue capaz de repeler los ataques extranjeros y en honor a ello se decidió erigir una gigantesca estatua a Helios, el dios protector del lugar. El encargado de la construcción fue Cares de Lindos y en ella utilizó hierro para construir el armazón y un gran número de placas de bronce para dar lugar a una gran estatua que medía 32 metros de altura.
La fama de la escultura, que pasaría a la historia como El Coloso de Rodas, crecía día a día y viajeros de toda la tierra conocida se desplazaban hasta la isla para contemplarla. Pero la fatalidad quiso que sólo 56 años después de ser puesta en pie un gran terremoto la derribara. Después de aquello, el gobernador de Egipto Ptolomeo III se ofreció a pagar la reconstrucción de la estructura, pero los responsables de la isla rechazaron el ofrecimiento por entender que el terremoto había sido un castigo de los dioses por ofender al dios Helios.
Y es que durante buena parte de la historia, los terremotos, como todos los fenómenos que las distintas civilizaciones han conocido pero que no han llegado a entender, han sido considerados castigos divinos hacia la humanidad. Desde aquél, en el siglo III a.C. hasta nuestros días, los terremotos se han sucedido de manera continua dejando a su paso un balance de víctimas mortales y daños materiales enorme. El de mayores consecuencias humanas del que se tiene noticia fue el gran terremoto de Oriente Medio, que asoló el norte de Egipto en 1.201 cobrándose más de un millón de vidas. Hoy en día, el conocimiento que se tiene acerca de los terremotos nos permite acercarnos a ellos de una forma mucho más terrenal, aunque todavía parece lejano el día en que seamos capaces de predecirlos con tiempo suficiente.
Para explicar cómo y por qué se producen los terremotos habría que empezar hablando de una capa superficial de la tierra llamada litosfera. Ésta es una estructura sólida que flota sobre otra, de características fluidas, denominada astenosfera. La litosfera se encuentra dividida en 14 fragmentos denominados cada uno de ellos placas tectónicas. Estas placas, debido a que se encuentran sobre materia no sólida, se desplazan lentamente generando una serie de procesos como es el vulcanismo, la formación de las montañas y los fenómenos sísmicos.
El desplazamiento de las placas tectónicas se da a una velocidad que es imperceptible en nuestro día a día –dos o tres centímetros al año-, pero suficiente como para ir generando una energía por fricción que va acumulándose hasta que acaba por liberarse dando lugar a los tan temidos terremotos. A la zona donde propiamente se produce el terremoto, es decir, al sitio que libera la gran energía acumulada tras un largo período de fricción entre dos placas tectónicas se le denomina hipocentro, mientras que a ese mismo lugar, pero en la superficie terrestre se le llama epicentro, y es aquí donde las ondas sísmicas se hacen sentir con mayor intensidad.
Siempre que se genera un terremoto aparecen varios tipos de ondas elásticas que son las que propagan el seísmo. Estas ondas pueden ser de tres tipos: ondas primarias o P, que se propagan en la misma dirección que la vibración; secundarias o S, que se propagan en perpendicular a la vibración; y ondas superficiales, que son las últimas en aparecer y que lo hacen como consecuencia de la interacción entre las ondas P y S en la superficie terrestre. Estas últimas son las que producen más daño a nivel estructural. Aunque también es cierto que en la aparición de los daños intervienen diferentes factores como la profundidad a la que se encuentre el hipocentro y lo preparada que esté una determinada población para afrontar la presencia del fenómeno sísmico.
No obstante, existe una escala objetiva, que es la más utilizada para cuantificar el efecto de un terremoto, llamada Escala de Richter. Ésta determina la magnitud de un terremoto de forma logarítmica. Es decir, el aumento de una unidad en la escala de Ritcher –por ejemplo, pasar de 7 a 8 grados- quiere decir que la fuerza del terremoto se ha multiplicado por diez.
A día de hoy, existe un proyecto para volver a levantar una estatua en Rodas similar a la que existió entonces. Mientras, el temor a que la tierra tiemble sigue presente en nuestras vidas, aunque, como siempre, la desgracia suele cebarse con los que menos tienen.